¡No creas todo lo que escuches!
Sobre este libro:
Recomendado para adolescentes y jóvenes adultos, esta novela es la 3era parte de una saga (se pueden leer de forma independiente) que sigue las problemáticas del pasaje a la adultez: las presiones sociales, las redes sociales, la búsqueda de la propia identidad. Los personajes navegan cuestiones como la presión de los pares, los vínculos románticos, las relaciones con los adultos. El uso de recursos gráficos que reflejan el ámbito digital (chats de whatsapp, RRSS) y un lenguaje actual, son fundamentales para los lectores, que aprecian el compromiso en el abordaje íntimo de una etapa tan intensa, confusa y maravillosa.
Un fragmento:
Capítulo 1
NOTAS
Dejar atrás.
Dejar todo atrás.
Los rincones de un tiempo que ya no habito, lo que quedó de nosotros, a pesar del esfuerzo que hice para que nuestro tiempo siguiera permaneciendo en este mundo que dejó de ser lo que creíamos.
Esos rincones del tiempo que ya tampoco habitás vos.
—¿Qué hacés, hija? -no hubo respuesta-. ¡Ámbar! -gritó su padre, con fastidio, mientras miraba por el retrovisor.
—Está con los auriculares, no te escucha -dijo su mamá-. ¡Hija, hija! -le sacudió la pierna.
—¿Qué pasa? -se sacó uno de los audífonos.
—Te pregunté si estabas bien, porque no dijiste una palabra en todo el viaje, pero no me di cuenta de que estabas con los cositos esos puestos.
—Está todo bien, pa. Estoy escribiendo.
—¿Segura? No estás arrepentida, ¿no? Mirá que siempre podemos pegar la vuelta. Quizás necesitás pensarlo un poco más.
—No estoy arrepentida, para nada, al contrario. Quiero llegar ya a la residencia. Estaba escribiendo, estoy bien.
—¿No es incómodo escribir esas poesías en el celular? -preguntó su mamá al tiempo que abría la ventanilla para que entrara el aire.
—No son “esas poesías”, mamá -respondió con fastidio-, y no, no es incómodo. A vos te resultará así porque agarrás el celular de esa forma rarísima y escribís con un solo dedo, por eso tardás media hora en responder un whatsapp.
—¡No tarda media hora, che! -retrucó su papá-. A lo sumo veinte, veinticinco minutos -comenzaron a reír los tres.
—Háganse los vivos ustedes -se quedó en silencio mirando hacia afuera.
—Ma, perdón, fu un chiste, no te enojes.
—¿Qué enojo ni enojo? No es eso.
—¿Y qué es? -Ámbar y Daniel se pusieron serios.
—Estás apunto de empezar una nueva etapa en tu vida, lejos de nosotros, de tu hermano, de tus amigas, de tu casa... -hizo un breve silencio-. Lejos de Thiago, también -Ámbar la miró sin decir nada-. No quiero preguntarte mucho sobre ese tema, pero me importa saber cómo te sentís, nunca pude entender bien qué cosas pasan por tu cabeza.
—Ma, Thiago es una historia cerrada y terminada.
—¿Estás segura de que no estás escapándote?
—No, al contrario. Es una de las razones por las cuales decidí cortar con él. Ninguno de los dos cree que sea posible una relación a distancia.
—Bueno, tampoco tanta distancia, son 70 kilómetros, che -dijo su papá con su característico tono porteño.
—Que en el día a día se hubiesen sentido muchísimo. ¿Te olvidás de lo que era nuestra relación? Estábamos pegados las veinticuatro horas del día. Hacíamos, lit, todo de a dos.
—¿Hacían lit? ¿Qué es eso?
—Literalmente, mamá. Estábamos todo el tiempo juntos.
—Sí, eso lo noté hace bastante. Pero qué sé yo, Thiaguito es tan buen chico y vos te veías tan feliz, que a veces uno comete el error de dejar pasar cosas solo por no interferir.
—Sí, pa. Y yo también me daba cuenta. Había días en los que nos separábamos solo para dormir, y a la mañana siguiente, ooootra vez la misma rutina. Desayunar en el Mac, ir a la escuela, sentarnos en el mismo banco, dos de los tres recreos con él, almorzar juntos, estudiar juntos, mirar una serie, una película, lo que sea, cenar, beso de despedida, dormir y así. Es imposible que una relación con semejante grado de intensidad no termine mal, o al menos, no termine.
—A tu edad las relaciones siempre son así, hija. Luego, vas aprendiendo.
—¿Qué “a su edad”, Julia? Las relaciones, a cualquier edad, están planteadas así. No existe el concepto de individualidad. Mirá los matrimonios. Hacen todo de a dos o no hacen.
—Sí, creo que sí. Veía todo el tiempo parejas infelices a mi alrededor. Y no quería ser una más -dijo Ámbar casi suspirando.
—¿Llegaste a sentirte infeliz? -preguntó su mamá.
—Creo que supe poner el punto aparte a tiempo.
—Bueno, pero es aparte, no final.
—Es un punto. Y punto.
—Bueno, por eso te digo que esa angustia que sentís...
—Te digo que no, ma, no estoy angustiada.
—Angustia, nervios, como quieras llamarle.
—Es que no es lo mismo. Nerviosa sí estoy, un poco, porque no sé lo que me espera. Me estoy yendo a vivir a una residencia universitaria, un lugar nuevo, lleno de desconocidos con los que voy a tener que convivir. Pero es solo eso. Nervios sanos, supongo -apoyó el celular sobre el asiento y comenzó a mirar por la ventanilla.
—Yo creo que te vas a hacer grandes amigos y que vas a recordar esta experiencia como la más linda de tu vida. Además, la residencia queda a menos de veinte cuadras de la Facultad. Los días lindos hasta vas a poder ir caminando, manejar tus tiempos. La vas a pasar bárbaro. ¡Quién pudiera atener diecinueve años otra vez!
—¡Milagro! Estoy absolutamente de acuerdo con lo que dice tu papá. Aunque ni bien me digas que querés volver a casa, te vengo a buscar corriendo y te llevo conmigo, mi chiquita -giró su cuerpo y comenzó a acariciarle la pierna-. Eso ni lo dudes.
—Ay, mami, no seas goma, por favor -respondió a la caricia de su madre con otra caricia sobre su mano y una sonrisa.
—Bueno, chicas, hemos llegado -puso las balizas y estacionó justo frente a la residencia-. Mi adorado barro de Flores. Hace años que no venía. Justo ahí en esa esquina había un bar, y más allá había una farmacia. Está todo tan cambiado... -suspiró, con nostalgia Daniel-. Hay un tango, ahora no recuerdo cuál, que dice “mi barrio son las cosas que ya no están”.
—¿Cuál es el lugar?
—Esa casona enorme con portón de madera. Esa que está ahí, cruzando.
Llegó hasta la puerta de la residencia universitaria “El jardín”, junto a sus padres. Allí la abrazaron, le despeinaron el flequillo, volvieron a abrazarla. Entre llantos le dieron las últimas recomendaciones, le repitieron veinte veces que se cuidara, que cualquier cosa los llamara, que ellos inmediatamente irían a buscarla, y varias cosas más. Luego, sin muchas ganas, se metieron en el auto y no se fueron hasta verla entrar. La miraban, de lejos, con ese amasijo de emoción y terror que sienten los padres al ver a una hija que creció, porque es recién en ese preciso instante que lo entienden: cuando la ven de lejos, chiquita e inmensa, lista, no solo para sobrevivir a un mundo hostil, sino para mejorarlo.