Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios

Por Betina González

Contacto

Lola Rubio

Responsable de Obras para Niños y Jóvenes

Sobre este libro:

Feria de fenómenos o el libro de los niños extraordinarios despliega una galería de niños notables en sus dones —extraordinarios— y también en su padecimiento. Los personajes, piezas únicas, rarezas creadas como un experimento alquímico, nos llegan modelados por familias peculiares y siempre imperfectas. Niña Poeta, Niño Melancólico, Niña Colérica, Niño de Barro, entre otros, entran y salen del teatro familiar, dejando entrever lo siniestro de lo cotidiano.

Con una pluma cautivante, Betina González nos ofrece ocho historias fantásticas, inciertas, inclasificables. En estas páginas, triunfa el lenguaje para reflexionar acerca de lo animado-inanimado, el ser, la nada, lo vital, lo heredado, el lugar en el mundo y en la familia, la singularidad.

Fragmento:

Fuego y la niña

Niña Colérica juega con Fuego. Se sienta frente a la estufa y le habla. A veces, Fuego responde. Como el día que trepó por su camisón, primero con una mano chiquita y azul, después con un brazo naranja y apurado que se tragó todo el ruedo en cuestión de segundos. Niña Colérica se asustó un poco, pero siguió jugando con Fuego porque él no tiene muchos amigos. No es justo que viva encerrado en estufas, fraguas y chimeneas. O que sea obligado a servir en las hornallas, condenado a hacer cosas tan menores como café o fideos. Fuego está destinado a cosas mejores, piensa Niña Colérica. Y por eso se ha propuesto liberarlo.

Siempre lleva ramitas, fósforos y papeles en los bolsillos de su abrigo. Hace hogueras en el jardín, en las teteras, en las macetas, al costado de las vías del tren. Algunas fracasan por exceso de humedad; otras se ahogan en su propia tos, o son aplastadas a pisotones por los vecinos del barrio. (A la gente no le gusta mucho el fuego).

La otra cosa que más le gusta a Niña Colérica es gritar. Grita si algo le gusta, y si algo no le gusta, también. Grita por el chocolate, por las mariposas, por las cucarachas y por la sopa de arroz.

—Calladita —le dice una señora.

—Quietita —le dice un señor, que para el caso es su papá, y la toma de la mano. Pero Niña Colérica sigue saltando, pateando y gritando porque ha visto a un niño hermoso por el camino del río y porque ni el señor que es su papá ni la señora que no es nadie entienden que gritar es crear un fuego ahí donde solo había palabras.

Palabras que no sirven para nada, piensa Niña Colérica, y se suelta de la mano del señor, le quita el cigarrillo que lleva en la otra y persigue al niño hasta apagárselo en la mejilla.

—¡Listo! —grita Niña Colérica, satisfecha, porque ahora el niño además de hermoso es de Fuego.

Por todas partes ve Niña Colérica cosas que precisan ser liberadas, descubiertas, conquistadas, arrasadas. Cosas que son de Fuego. Oye el pedido de brujas, de mártires y de libros (el mundo siempre necesita mujeres que sepan demasiado, gente que crea hasta la muerte e historias que inflamen el espíritu). Hay cosas que ocultan otras cosas, piensa la niña. No es verdad que las llamas las destruyan: vienen a reclamarlas. Una por una pagan el precio de tener un corazón ardiente. Fuego pega con Fuego, canta la niña y va por el mundo desaforada, furiosa y feliz, y un montón de otras cosas con efe.

Y en el mundo encuentra:

Un zapato que perdió a su compañero y se muere de tristeza.

Una casa en la que nadie vive hace rato.

Una fábrica de muñecos idiotas.

Un gobierno militar.

Una carta de amor.

Qué ganas de quemarlo todo, piensa la niña mientras aprieta los dientes y ensaya su hoguera en un frasco. Sabe que todavía no está lista para el Gran Incendio. (Fuego no es una criatura fácil de liberar. No siempre responde. Hay que saber esperarlo).

Cuando no está jugando con Fuego, Niña Colérica ayuda a su padre en el consultorio. El padre remienda gente. Corta huesos, los lima y los vuelve a poner en su lugar. De todas partes vienen a verlo con piernas rotas, cuchillos o serruchos incrustados en los lugares más inconvenientes. La tarea de la niña es mirar y entender “lo que es tener una Misión en la Vida”. La mayor parte del tiempo, le sale. De paso, aprende a no asustarse por nada.

Un día, en el medio de una operación, golpean a la puerta. Cuando el padre la abre, se encuentra con un grupo de personas muy serias. Llevan picos, palas y hasta un tenedor. Vienen a llevarse a Niña Colérica. Se la llevan por loca, por pirómana, por nihilista, por inadaptada, y por un montón de palabras más.

—Esta niña anda quemando cosas —dice el líder del grupo, un hombre grueso y bajito que acaba de abandonar por primera vez en su vida el sillón de su casa, que ahora suspira, agradecido por haber recuperado su forma y no tener la del cuerpo de ese señor.

—Basta de fuegos sueltos por el barrio —apoya otro hombre, que lleva un portafolio lleno de papeles llenos de palabras llenas de tinta llena de tanta negrura inútil.

—Esta niña… —dice la señora que no es nadie y que no está para nada contenta con eso. Pero no se le ocurre cómo terminar la frase, así que niega con la cabeza.

Al padre de Niña Colérica, que todavía tiene que remendar dos cuerpos que se desangran sobre la mesa, no le queda otra que entregar a su hija. Le da un empujoncito y la niña cierra los ojos mientras todos la tironean, la sacuden y la señalan con el dedo. Otros asienten, gruñen y murmuran, que es a lo máximo que llega el desconcierto en esos lados.

Niña Colérica abre los ojos y grita. Grita por las cosas que le gustan y por las que no. Por las que ya no son y por las que son. Pero, sobre todo, grita por las que solo ella puede ver, como es el caso de esa gente en la que no arde ni arderá nunca una llama de nada. Niña Colérica grita tanto que quema. Entonces, las manos la sueltan, las espaldas se arquean, las bocas se secan. Pero ella no deja de gritar. Grita hasta que se convierte en una fiera, salta a la mesa de operaciones y de ahí a la ventana, donde se toma unos minutos pare estirarse con satisfacción en su piel nueva, mucho más elástica y resistente que la anterior. Se para frente al vidrio y admira su larga y roja cabellera, sus ojos salvajes, su voluntad incandescente, mientras abajo todos la observan con la boca abierta. Después, se pone el delantal y los zapatos y se va al colegio, como todos los días.