Todas nuestras noches

Por Maximiliano Pizzicotti

Sobre este libro:

Una de las voces más francas y celebradas de la juventud queer actual. En el corazón de una avenida laten un sinfín de historias, de sueños y de vidas: una chica que siente que la ficción le quedó chica. Otra que ve al mundo como si fuera una película. Dos adolescentes que saben que, aunque duela, sus noches juntos están contadas. El recuerdo de un verano lejano que no se borra. Una drag queen que está a punto de brillar. Una mejor amiga que para salvarse necesita abrir los ojos. La juventud queer alzando su voz. Un joven aprendiendo a sentirse orgulloso a pesar del miedo. Amigos que se sienten familia. Familias que uno elige y familias que uno acepta. Amistades por las que darías la vida. Historias que están a punto de comenzar. Y otras que se terminan.

Fragmento:

Orgullo

Siempre escuché a la gente decir que cuando una puerta se cierra, otra se abre. Y así como lo escuchaba, también se me hacía algo difícil de creer. Tal vez simplemente me negaba a hacerlo. Lo cierto es que nunca me gustaron muchos los cambios porque, incluso cuando intentaba verles un lado positivo o algo que me hiciera aceptarlos, siempre me encontraba atascado en la versión pasada, incapaz de salir de ahí.

Este invierno pasó algo curioso, sin embargo. Algo tan explícito e idéntico a lo que la gente solía decir que a veces, de tan solo recordarlo, se me escapa una risa gracias a su ironía. No fue algo que haya planeado del todo, solo en parte, y aun en el caso más extremo jamás creí posible que tuviera semejante final.

A mediados de julio corría una de las noches más frías en la ciudad.

Era miércoles y papá había llegado antes del trabajo, así que aproveché para reunirlo con mamá en el living de casa. Ella bajó el fuego del horno para que no se quemara la carne que había preparado y me acompañó. Se sentó junto a él, ambos con la mirada curiosa, y esperaron a que yo tomara asiento del otro lado.

Pero no lo hice. Solo me quedé parado, mirándolos de frente.

Detrás de ellos, en la pared, un hombre desangrado me contemplaba con sus manos clavadas en una cruz.

Inflé mis pulmones y me desinflé.

–Soy gay.

Al principio no me creyeron.

–Joaquín, si esto es un chiste, avísanos –dijo papá forzando una risa.

Quise tanto poder mentir.

–No.

El silencio se estancó en toda la casa, opacando incluso los sonidos del televisor. Con suerte, si forzaba el oído, podía escuchar el juego de computadora con el que se entretenía mi hermano menor, Pablo, mientras esperaba a que llegase la hora de cenar.

–No sé qué decir –confesó mamá.

Y la verdad era que yo tampoco sabía. Me había quedado en blanco. Tenía toda una especie de discurso preparado para seguir, pero mi mente se había bloqueado. Quería empezar contándoles cómo me di cuenta de que no me gustaban las chicas y por qué no había nada de malo en que me gustase alguien de mi mismo género. Así que intenté llevar la conversación por ahí, sin perder el ánimo.

Antes de que pudiese continuar, papá se puso de pie.

–¿Eres consciente de lo que estás diciendo?

Di un paso atrás. Su voz sonaba firme, completamente seria.

–Sí –respondí manteniendo mi tono igual al de él.

Logré ver la bofetada aproximarse en sus ojos un segundo antes de que llegara, pero aun así no la pude esquivar. Mi cuerpo se tensó cuando su mano impactó contra mi cara y mis pies fallaron.

Caí al suelo.

Mamá no se movió.

Todo en mí temblaba, desde mis manos hasta mi corazón.

No podía seguir hablando, solo me atreví a levantarme y correr hacia mi habitación.

Cerré la puerta con llave y me tiré en la cama. Necesitaba un lugar seguro. Las lágrimas se concentraban en mi pecho aún demasiado asustadas como para poder salir.

Me costaba creer la situación, darme cuenta de que había dado semejante paso y me había salido de esa manera. Todo había tomado lugar en un máximo de dos minutos, pero cada respiración se sintió como una eternidad.

Del otro lado de la puerta, mamá y papá se gritaban, pronunciando mi nombre en ocasiones, para que les dé más explicaciones. Yo creía que en algún punto ya lo sabían, que se habían dado cuenta, negándose a creerlo tal como yo lo hice las primeras veces que me

encontraba con la mirada perdida en los chicos de mi clase.

Le escribí a Nahuel, contándole que todo había salido mal y él marcó una llamada, pero se la denegué. Me sentía humillado, como si le hubiera fallado a él también. No estaba listo para hablar.

Escuché a Pablo salir de su habitación y ser enviado de nuevo dentro de ella en el mismo plazo de tiempo.

La carne se quemaba en el horno, pero ya nadie iba a cenar aquel día.

Sentí como papá se fue de casa tras un portazo y, de repente, mamá pedía entrar a mi habitación por favor, así que la dejé pasar porque sabía que al menos ella no me dañaría físicamente.

Cuando me vio, se tiró a mis brazos.

–¿En qué me equivoqué? –exclamó.

Tenía un rosario en su mano. Lo reconocí al instante. Era ese que rezaba todas las noches pidiendo por mi hermano, y por papá y por mí. Por toda su familia.

–Seguro estás confundido.

Se sentó en mi cama y quiso abrazar la versión de su hijo que en algún futuro se iba a casar con una mujer e iba a formar su familia, dándole nietos que cumplirían su sueño de ser abuela y quienes correrían por la cocina mientras ella preparara su famoso estofado.

–Todo va a estar bien –dijo más para sí misma que para mí–. ¡Hay cura, Joaquín! Todo siempre tiene solución.

Me daban muchísima impotencia sus palabras porque, tras meses de debatírmelo, me había convencido de que no había nada malo conmigo y, sin embargo, su preocupación me hacía dudarlo.

Mamá siempre había sido alguien en quien confiaba, al igual que mi padre. Había aprendido que sus palabras siempre tenían la razón, pero ¿qué pasaba cuando iban en contra de mi libertad?

Le pedí que se fuera, que me dejara solo. Intenté ser amable, pero en cierto punto perdí el control y, cuando no se movió de los pies de mi cama, empecé a gritar. No podía parar. La furia brotaba de mis ojos por el simple hecho de no poder decir nada antes de que se me sea invalidado.

Procuré tener cuidado, del poco que me quedaba, y la tomé de los codos para ponerla de pie y acompañarla hasta el pasillo. Ella insistía y forcejeaba, me pedía que la escuchase, que me quedara tranquilo, que de nuevo todo iba a estar bien. Que pronto volvería a ser normal.

Me aparté de sus brazos con un tirón y me apresuré a cerrar la puerta antes de que me alcanzara. Lloré y grité contra la almohada, intentando ahogar mis gritos, sabiendo de antemano que no lo lograría.

Nada salió como esperaba, incluso cuando creí que estaba preparado para la peor versión.

Esa misma noche fui echado de mi propia casa.