Libros chiquitos
En 1980, cuando todavía faltaba un año para que Néstor Perlongher escribiera su célebre poema-libro, sentada en las gradas de un anfiteatro mexicano que da al volcán Popocatépetl, escuché en vivo al dream team de poetas conformado por Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Allen Ginsberg y João Cabral de Melo Neto. Por entonces, yo ya estaba queriendo encontrarme con una voz capaz de resistirse al efecto vate y eso es lo que fui a buscar. Como buen cacique local, Octavio Paz leyó poemas inéditos de Árbol adentro, un libro más bien silencioso, impostándoles sin embargo algo de ese tono épico un tanto altisonante que lo había catapultado a la fama con Piedra de sol, su primer libro. Borges, en el rol del escritor ciego y memorioso que ya era su marca registrada, emocionó a la hinchada argentina –por esos años nada escasa– recitando en clave tartamuda sus célebres milongas. Allen Ginsberg, por su parte, en etapa pos-beatnik –afeitado, pelo corto, saco y corbata–, había agregado a su show un pequeño acordeón para acompañarse en esa nueva onda hinduista que nos dejó un poco perplejos a algunos fans, que esperábamos una cuota de estribillo adrenalínico del poeta de “Aullido”. Sobre el final entró un señor bajito, vistiendo traje gris de oficinista, y se paró incómodo delante del micrófono. Sacó un rollo de papel del bolsillo y empezó a leer casi para sus adentros. Los poemas no brillaban y él tampoco. Eran piezas opacas y perfectas de una ingeniería que para mí fue la revelación de lo que había que hacer para extirparse el virus de la grandilocuencia. Yo era una joven que estaba buscando nuevos gurúes –confieso que por esa época todavía no me llamaba la atención que el dream team fuera todo masculino– y Cabral de Melo, en ese contexto, me hizo acordar al oscuro escribiente Bartleby, que insiste con el inefable “preferiría no hacerlo”. El director Nanni Moretti llamó Melville al personaje de su película Habemus Papam, haciéndole encarnar ese mismo deseo de no ser poderoso. Así, entre quien en el medio del Vaticano huye de ser Papa y quien en el medio de un imponente anfiteatro azteca huye de transformarse en un vate, pude empezar a situar, por esos años, el lugar que el poeta brasileño se animó a anticipar, preanunciando el fin de un siglo y también el fin de un modo de hacer literatura. Ahora, 50 años después y ya en un nuevo siglo, no sé si buscar en YouTube o en mi biblioteca el poema “Diego Bonnefoi” de Mariano Blatt. Un poema que le escuché recitar a él y que después, bajo la invocación de esa voz, me aprendí de memoria. Ahora entiendo por qué Francisco Garamona dice, en la contratapa de Mi juventud unida, que los poemas de Mariano Blatt algún día se darán en las escuelas y que niños y niñas de todas las edades los sabrán de memoria. En el poema “Diego Bonnefoi” ya no se puede decir que haya estribillo, salvo que tomemos cada verso como si lo fuera. Porque todos los versos se repiten todo el tiempo como un recordatorio: “Mataron a un pibe por la espalda en Bariloche / Mataron a un pibe por la espalda en Bariloche / Mataron a un pibe por la espalda en Bariloche / Que se llamaba Diego Bonnefoi/ Que se llamaba Diego Bonnefoi / Que se llamaba Diego Bonnefoi / Pero la vida sigue igual / Pero la vida sigue igual / Pero la vida sigue igual / (…)”. Ya absolutamente por fuera de cualquier escaramuza metafórica, Blatt nos atesta con cada verso un golpe de realidad. Y a la realidad hay que aprenderla de memoria porque es la presentificación del presente, un tiempo con el que la poesía sabe trabajar. Por eso es que les performers –ya no vates ni antivates– no leen, sino que usan su propio texto como los músicos la partitura. Es que parece ser que leer para ellos es justamente no aceptar la textualidad, sino saber perderla. En el polo puesto, creo que yo, junto con otros militantes del textualismo de los setenta, no soltaba la página escrita por nada del mundo y era esa adoración por la letra lo que me llevaba a despreciar la lectura oral. Creo que eso es lo que, una vez que me escuchó leer en un recital, me reprochó enojado Jorge Panesi. Me dijo que yo leía mal y que, lejos de “vender” mis poemas, los estaba arruinando. El veredicto de Jorge fue contundente: “O le ponés ganas a tu lectura o no aceptes más participar en ningún recital”. Esta intervención de mi amigo (por cierto, uno de nuestros críticos literarios más lúcidos) me sirvió para darme cuenta de que creerle solo al papel era otro modo de inflar el hecho poético.