Contramarcha
Sobre este libro:
María Cristina Forero/María Moreno. En el principio fue el nombre, el barrio de Once, el conventillo repleto de historias, la voz proliferante de la abuela analfabeta y de la madre ansiosa que enseña a estudiar para el diez. En ese pasado hay tangos, radioteatros, libros prohibidos, maestras que maltratan, corazones vencidos. Hay una niña freak y proletaria que conoce bien las tretas para evitar el terror de leer en público. Así la autora persigue los traumas, alumbra las peripecias de un cuerpo en sus marchas y desvíos por el camino de las redacciones, la política y el feminismo. Hasta encontrar la propia voz, hasta dejar caer todas las máscaras que encubren los nombres.
Un fragmento:
Ana había muerto. Delante de la casa de sepelios, yo vacilaba al imaginar la angustia de tener que entrar y enfrentarme a sus hermanas y a sus hijas. No había logrado llevar preparadas las palabras que planeaba acompañar con un abrazo cuya fuerza y duración serían –calculaba– el verdadero mensaje, más que las palabras. Mi espontaneidad suele ser torpe, sobre todo, carente de tacto. En esos casos mi timidez es egoísta. Porque ¿importaba el protocolo? Solo debía evitar quebrarme en llanto, dando la nota y convirtiendo el imposible consuelo en indiscreción. Pero las bandejas de Sarkis y las visibles petacas que pasaban de mano en mano, el murmullo común y una música de fondo alegre y no demasiado baja transmitían el espíritu de Ana, ajeno a toda melancolía. Su hermano, el único varón entre las Amado, contaba anécdotas risueñas sobre ella. Evocaba su conocida distracción, su osadía para transgredir los espacios oficiales con frases inoportunas por lo informales, dichas con su acento santiagueño, que terminaban por calar, despeinando los ánimos y haciéndola alcanzar una popularidad de proporciones. Tamara y yo no habíamos coincidido en el velorio, pero de pronto nos encontramos, por la mañana, muy cerca del coche fúnebre ya cerrado y próximo a partir. Cada una leía en la otra una conmoción evidente: era como si nos hubiéramos desplomado sin caer. Quizás para sobreponernos, acudimos a lo que nos era familiar: pensar en el lenguaje–. Entonces comenzamos a balbucear una hipótesis sobre aquello que nos había conmovido tanto –dentro de la ya enorme conmoción–, y acordamos que era el nombre trazado con provisorias letras blancas sobre el soporte de felpa negra del coche: Ana María Amado. “Es el nombre, siempre es el nombre”, decía Tamara, no sé con qué predicado, no lo recuerdo. Estábamos seguras de que la cruz no era una incongruencia, sino un pedido de Ana, que solía sorprendernos con su fe en esa comunidad de ateas –lo eran más por omisión que como práctica razonada–. Yo sentí que se nos confiaba un secreto: el segundo nombre, ese que los muertos suelen revelarnos cuando ya es tarde para preguntar si lo avalaban, lo mantenían oculto por vergüenza o simplemente lo dejaban de lado para resumir. Somos casi todo el tiempo para los otros, nuestro primer nombre, el de pila, si no se ha merecido un apodo, un diminutivo, un nombre de guerra y, en el peor de los casos, un alias. “Ana María” sería para la documentación, las actas de examen y, ahora, la inscripción en la tumba seguida por la fecha del día. (…) “Ana María Amado”: pensé, pero mucho más tarde, en que esa pérdida de contención, el breve quiebre de Tamara y mío y al que nos sobrepusimos, se debía al hecho de saber que sería solamente Ana la que, para siempre, no podría acudir al llamado de su nombre, que serían otros los que lo dijeran en voz alta, los que lo escribieran para citarla, pero nunca para que ella viniera, se pusiera de pie o simplemente se diera vuelta, es decir, que su cuerpo volviera a moverse en determinada dirección por una voz que lo interpelaba. (…) Se cambia de nombre para huir de la ley. O para perseguir con una personalidad encubierta a otro hombre al que se quiere extorsionar, pero al que no se vacilaría en quitarle la vida (…) Pero se puede elegir un nombre y terminar tomándose por lo que el nombre designa. Me pasó a mí. En épocas en que me identificaba con una política de izquierda, no por imprecisa menos enfática en mis declaraciones, conchabada en una revista para hombres que se dirigía a la alta burguesía con pretensiones –hasta el punto de llamarse Status–, medio avergonzada de mis notas frívolas que simulaban una mundanidad y un savoir-faire de los que carecía, decidí crearme un seudónimo con mi primer nombre que nunca usaba y el apellido del entonces mi marido. “María Moreno” sonaba bien y era fácil de recordar. Para los publicistas, la repetición de la primera letra beneficiaba a las estrellas, y para pruebas estaba nada menos que Marilyn Monroe. Las feministas me criticaban que, ya divorciada, siguiera llevando el nombre de mi exmarido. Por supuesto, yo no veía qué clase de emancipación era conservar , en cambio, el apellido del padre, y me defendía explicando que era una operación más compleja: en mi fuero íntimo quería ser Marguerite Moreno, la admirada amiga de Colette, escritora a la que yo idolatraba hasta el plagio, y soñaba con ocupar su lugar cuando Colette escribía una y otra vez con devoción “la Moreno” para describir entre ellas una versión superior del lesbianismo, la que renuncia al cuerpo para repartirse el mundo y luego mirarlo con una ironía y una complicidad de hermanas en la búsqueda más elevada de emancipación: amar a un hombre hasta un punto en que la esclavitud se invierta en soberanía. Mi identificación con la Moreno se mezclaba con mi fascinación escolar por Mariano Moreno, por su inteligencia precoz, su romántica muerte en alta mar que aún permanece en el misterio: ¿sobredosis involuntaria, lo que lo convertiría en un contemporáneo drogón o asesinato que el tiempo dejará impune para expansión de los historiadores? ¡Ah, esa frase de su enemigo “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”! Macanas: si con el “María Moreno” escribí para la revista Status donde interrogaba a los sobrevivientes de una aristocracia en decadencia que resistía a la incipiente cultura del diseño última generación, entre sus viejos muebles de sus estancias perdidas y vueltos a comprar, simulé saberes de los que siempre había carecido, me fui creyendo esa ficción, llegando a abandonar sus reglas: pronto a los clichés de una supuesta niña bien adosé los de las librerías de la calle Corrientes, los bibelots teóricos que improvisaba en banda entre varones autodidactas.