Un resplandor inicial

Por Daniel Guebel

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Victoria Britos

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Sobre este libro:

Daniel Guebel en este libro revisa uno por uno todos los libros de su obra. De Occidente a Oriente, del Quijote a Las mil y una noches, la biblioteca personal es una clave para entender de qué está hecha su escritura, cómo se llega a tener un estilo, una voz, un tono propio, una sintaxis, a dar con una peripecia literaria. La ilusión de la luz también forma la trama que brilla en las palabras. Pero la escritura y la lectura están cosidas por dentro, forman un argumento consistente que va detrás de un resplandor, de una sensualidad que persigue una forma, un dejo de melancolía o de incompletud, que guarda su sentido en el corazón de la obra.

Fragmento:

La escena de lectura tiende a constituirse como un territorio que aísla al lector del contacto directo con el resto del mundo. Puede armarse como una separación estricta: el encierro en un monasterio, allí donde el espacio que deja la ausencia de Dios abre el cielo para que entre el rayo de la lectura; en un bar, donde siempre hay un puente hacia el abandono; en un medio de transporte público, o donde sea. Pero siempre requiere de algún aislamiento, una renuncia al resto de los dones y enigmas y problemas del mundo, aunque entretanto uno los espíe de costado. En mi primer recuerdo de lectura, me encerré a leer un libro bajo una mesa de estilo provenzal y dispuse sus sillas como el muro de madera que trazaba el perímetro de una fortaleza. Se trató de un intercambio: mi padre me había entregado una breve biografía del General don José de San Martín diciéndome que, si la leía, en el curso de la semana me obsequiaría algo. Pudo haberse tratado de algún objeto –una prenda de vestir, un juguete, otro libro–, la promesa de un paseo o la suspensión de algún castigo. No lo sé, como tampoco sé quién era el autor de la biografía y no tengo presente su narración. Solo me viene a la memoria la pequeñez del libro, de tapa de cartón dura, ilustrada con el cuadro más conocido del Libertador de América. Un hombre joven, patilludo, moreno, vestido con el uniforme lleno de entorchados y botones dorados que los sastres de nuestro ejército tomaron de los modelitos de gala que vestían los oficiales napoleónicos. De mirada serena y perdida hacia su izquierda, el General sostiene una sedosa bandera argentina sobre la que caen las hojas de una rama de laurel.    Tirado en el piso y con la protección de la mesa, yo leía esa crónica cuyas referencias y contextos se me escapaban, enterándome apenas del resplandor del día, cuyas luces entraban por las ventanas abiertas. Las letras volaban, más bien desaparecían. La lectura era una puerta de entrada hacia algo más real que lo dado. Sé, también, que la condición de esa lectura como encargo no suprimía el interés del hecho mismo de estar leyendo, pero le quitaba, en cierto sentido, importancia a lo que leía, para asignársela al cumplimiento del acuerdo y la obtención del beneficio resultante. En las economías de la escasez, el lujo del acto cedía en importancia al valor del intercambio.  Estaba en ese proceso cuando sonó el timbre. Mi madre fue a atender, me buscó y me dijo que del otro lado de la puerta estaban mis amigos del barrio invitándome a salir a jugar. La calle. El sol. Volví a ser consciente de la belleza del día, del goce de la amistad, de la promesa de la aventura y de mi reclusión en la penumbra. Hubiese podido salir tranquilamente: una lectura no se pierde, se retoma; el texto permanece idéntico y solo cambia el ánimo circunstancial del lector y el momento en que se continúa, en tanto que el rechazo de una oportunidad deja secuelas. Sin embargo, respondí a mi madre: “Deciles que estoy leyendo”. Después de eso, tengo la impresión de que mis amigos no volvieron a invitarme nunca más a nada, pero de seguro es una impresión falsa, deducida de la sensación de pérdida que sobrevino luego de mi renuncia.  Lo que se pierde cuando uno se pierde en la lectura es un buen punto de comienzo. Lo que se gana ya lo sabemos: todos los mundos posibles. Solo que limitados a la posibilidad de que uno los perciba. Mi relato sanmartiniano es el signo que condensa la amplitud de una pérdida cuya descripción carece de sentido porque, apenas me di cuenta de que el destino de mi vida era la lectoescritura, el resto se fue por el agujero. Es decir: ya no pude aprender ni saber nada cierto. El período escolar fue una catástrofe expandida en el tiempo. De alumno correcto pasé a pésimo. Pero confundir la Mesopotamia con la Patagonia no me impedía saber cómo se medía en verstas el camino que llevaba a Moscú a Miguel Strogoff, el correo del zar, o conocer los nombres de las partes de una embarcación malaya. Era un conocimiento excéntrico en relación al propósito educativo promedio. Aprendí lo imprescindible para vivir (en realidad, mucho menos), pero me las arreglé para encontrar lo necesario para escribir. De hecho, hay ciertas zonas de algunas de mis novelas que demandan saberes específicos que en su momento busco y creo haber incorporado definitivamente una vez que terminé el libro, y que se desvanecen una vez que paso a otro. Es un saber instrumental, no memorioso, que siempre me deja un regusto melancólico: la sensación de que si hubiese sido un buen alumno, si alguna vez hubiese aprendido de verdad algo, si hubiera aprendido al menos a estudiar, eso me habría servido para convertirme en un mejor escritor. Pero también tengo la sospecha contraria: el saber anticipado disipa la curiosidad de la escritura, que se alimenta de la lógica del desconocimiento y de la experiencia del descubrimiento, un placer muy superior al que proporcionan todas las formas de aprendizaje.