Vete de mí

Por Alejandra Laurencich

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Luciano Páez

Coordinador editorial

Sobre este libro:

Reedición de una novela intensa y descarnada sobre el amor, la pasión y el sufrimiento maravilloso de estar enamorado. Una historia trágica, cargada de suspenso, que sacude a todo aquel que haya, alguna vez, sufrido por amor. Novela traducida al esloveno como “Pusti me pri miru”, dio origen al documental “Alejandra” estrenado en Europa en septiembre de 2018, y cuya gira de proyección le inspiró a la autora el libro de crónicas “Diario de Eslovenia” (2019).

Un fragmento:

Mariana se miró a los ojos en el espejo del baño y metió en la boca un cuarto de pastilla. Se llevó el vaso a los labios sin dejar de mirarse e intentó saborear el agua con la que tragaba el pedacito de Diazepam, sentir cómo bajaba por la garganta.
–Se acabó –dijo. La vista fija ahora en su propia sonrisa, algo estúpida según le pareció.
Dejó el vaso en el botiquín. Arrugó el blíster con las pastillas restantes y apretó el pedal del cesto de la basura. Tiró el blíster y la caja también.
¿Estoy curada? Le había preguntado a su psiquiatra tres semanas antes, cuando él le había delineado la tabla decreciente de toma de pastillas hasta su último cuarto. Estás lista para empezar una vida luminosa, había dicho Andrade, la que merece una chica linda e inteligente como vos.
Mariana apagó la luz del baño y salió. Desde el living le llegó la voz de su madre que seguía discutiendo por teléfono con la modista:
–No era lo que habíamos hablado, de ninguna manera. Me vas a hacer quedar como esas madrinas que están más llamativas que la novia. Sí, cómo que no, mijita, vos viste el vestido que eligió Mariana, parece que fuera al dentista, no a casarse.
Escuchó que bajaba la voz para seguir diciendo algo, seguramente otra crítica hacia ella. Mariana caminó en sentido contrario, hasta la galería vidriada que daba al jardín. Envuelta en el zumbido de los calefactores, permaneció un instante mirando las cajas amontonadas en un rincón, y luego alzó la vista hacia afuera. Los dos ciruelos bajo la lluvia, la ligustrina sin alma, el pasto grisáceo. El vigor con que había salido del baño la abandonaba. Sobre la mesa vio los paquetes con las invitaciones. Ciento setenta invitaciones. En papel texturado de alto gramaje. Alejandro podía dejar de amargarse con los de la imprenta. Las cosas empezaban a fluir, eso era una buena señal.
Se acercó a la mesa tratando de enfocarse en sus emociones, como le había enseñado el doctor Andrade. Alivio. Ilusión. Tan normal como cualquier chica a punto de empezar a ser feliz. Revisó la lista que su madre le había confeccionado con todos los nombres de los parientes que deberían invitarse sí o sí. Había tachaduras de Alejandro sobre algunos. A este no me lo banco, había aclarado a un costado del nombre de su tío, el de Haedo; a otros les había dibujado simbolitos graciosos. Mariana sonrió, encendió un cigarrillo y se acomodó en la silla, disponiéndose a la tarea de copiar los nombres en los sobres. Su madre le había dejado también una lapicera de pluma, como si ella fuese una idiota que no pudiera buscar una. Y el diario con una hoja blanca encima. Mostrándole cómo apoyar en ese colchón de páginas los sobres de las invitaciones, para que la letra le saliera redonda. El asistencialismo de su madre la desesperaba. Pero pronto se iría de esa casa, convertida en la señora de Alejandro Abruzzelli. Dos pájaros de un tiro, pensó: acabar con los temores de su madre y con sus propios fantasmas.
–Se acabó –dijo otra vez, con menos convicción que en el baño. Volvió a pitar profundamente y cerró los ojos. En un momento así Andrade le aconsejaría analizar sus “discursos internos”, como les llamaba: ¿Qué es lo primero que encontrás?, preguntaría. Trató de contestarle: ¿Susto? ¿Ansiedad? ¿Quizá alegría?
No. Alegría, no. La alegría era un sentimiento que a ella no le resultaba muy claro, pero estaba segura de que no era esto que lo que sentía hoy. Una imagen borrosa se le apareció fugazmente como si fuera la publicidad subliminal de la que tanto se hablaba en los últimos días –voces diabólicas detrás de las canciones infantiles, el logo de la Coca Cola entre fotogramas de películas, una imagen que se diluye y deja huella–. Los faros de una chata iluminándola en la noche. Las pisadas en el barro. Zapatillas negras de básquet sin cordones. Supo que no eran buenas intenciones lo que llegaba con esa imagen. Traía algo oscuro y era mejor detenerse a tiempo. Andrade reclamaría: No pienses tanto, Mariana, permanecé en el presente. Tenés muchos años para vivir.
Abrió los ojos y agarró un sobre de los paquetes fajados, lo apoyó sobre la hoja blanca. Destapó la lapicera. Trató de tararear una canción de las que pasaban en la radio, las que cantaba su madre cuando preparaba una torta. ¿O no era eso la alegría, cantar preparando un almuerzo, un dulce de ciruelas, una picada con muchos quesos diferentes para un marido trabajador, cantar escribiendo las invitaciones a una boda? Miró la lluvia sobre los charcos del jardín. Sentía ganas de llorar.
Responsabilidad, es sólo eso, Mariana. No pasa nada. Preparar una boda no es regar dalias como hacía tu abuela. Es un paso importante hacia el futuro. Registrá cada detalle, cada instante de felicidad, para que quede grabado en la memoria, para que cure el dolor y el sufrimiento que lastimaron tu corazón. A veces se hacía el poeta Andrade, y la hacía reír con esa cursilería. Dejó la lapicera y buscó la fecha en el diario: 29 de julio de 1991.
–El día que escribí las invitaciones hacía frío y llovía –afirmó.
La memoria debía tener ese dato. Leyó los titulares. el fmi destrabó un stand by. histórico acuerdo limítrofe argentino-chileno. Buscó otras noticias, pasó las páginas. ola de frío polar en el país. ofertas. 100 gramos de jamón crudo. 20.900 australes. puré de tomate 4.650. Apartó el diario y miró el jardín. La lluvia era incesante y producía un arrullo adormecedor. Algo comenzó a desenfundarse, un sonido del pasado. Cerró los ojos y vio otra imagen: ella con el costurero sobre las piernas. Los abrió de inmediato, alarmada. ¿Qué podría decirle Andrade si ella le hablara de esto que venía ahora desde no sabía dónde? ¿La trataría como esa vez, cuando le puso de ejemplo el comportamiento de los alcohólicos? No acostumbro a tomar alcohol, le había recordado ella, pero Andrade le había dicho que no había que despreciar sabidurías populares. Cuidado con los recuerdos traicioneros, Mariana. Sos como una alcohólica.
Está lloviendo cuando escribís tus invitaciones y hace frío, seguí, por favor, le diría Andrade, vamos bien. No es la lluvia sino la ducha, corregiría ella. El ruido del agua, la casa vacía. Sin padres, sin orden. Mariana, no te hagas esto porque sos vos la que puede controlar tu vida. Él se está bañando. A ver, Mariana, tratá de volver al presente. Es lo mismo que un vaso de vino o whisky para el alcohólico, hay que abstenerse. Luis se está bañando y yo le estoy cosiendo algo en la galería; miro la lluvia y sé que va salir de la ducha y va a venir para acá. Enfocate en tu presente, el día de hoy, abandoná el pasado. Son tan divertidos los símbolos que ha puesto Alejandro al costado de los apellidos. Pero qué le importan los dibujitos, qué le importa la lista de invitados, si lo único que quiere atender es a eso que tiene adentro, creciendo. Andrade, déjeme que le explique a lo que voy: yo había dejado a mi novio esa madrugada, el que era mi novio entonces. ¿Le hablé de Dan alguna vez? Uno de los dos únicos amigos que tenía Luis. Y yo lo había dejado. Y Luis vino a ver por qué lo dejé. Así era él, por un lado desprejuiciado y abierto a toda clase de experiencias como muchos chicos bien –le da risa pensar que así lo llamaba su madre cuando lo conoció: un chico bien–, pero con sus amigos tenía la moral de un tipo de antes, la de mi viejo por ejemplo. Se la jugaba por sus amigos, no sé si me explico. Estás llegando a un terreno riesgoso, Mariana. Déjeme recordar sólo esto, Andrade: yo había dado una fiesta en casa porque mis viejos estaban de viaje. 17 años tenía yo. Él tenía 25. ¿Sabe lo que es quedarse sola a esa edad con chicos de 25? Uno cree que puede llevarse a cualquiera por delante.