Desarmadero

Por Eugenia Almeida

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Cecilia Sarthe

Editora

Sobre este libro:

En esta novela seguimos a Durruti, una figura temida y respetada del bajo fondo. Su negocio son los autos robados y otras actividades afines, propias de su ámbito. Pero sobre todo su negocio es el orden: que nadie haga lo que él no aprueba, que la policía y el poder político, con quienes tiene un pacto de hierro, no se vean obligados a romper la armonía delictiva por acciones fuera del guión. Pero esa armonía se rompe y lo que presenciamos es una espiral de violencia que no deja de crecer.

Eugenia Almeida aprovecha los códigos de la serie negra para construir una ficción donde la corrupción y el delito alcanzan a todas las capas de la sociedad. Con una escritura seca y un extraordinario dominio del registro oral, cuenta una gran historia a partir de pequeños sucesos que producen incontrolables consecuencias. Su trama podría desarrollarse en cualquier ciudad argentina.

Desarmadero refleja muchas de las problemáticas de la Argentina: la corrupción y la violencia, los ajustes de cuenta y la delincuencia. Almeida logra, además, un lenguaje acorde a su temática: la lengua callejera y el lunfardo delictivo son un reflejo de la maestría de su pluma.

Fragmento:

1.

 

–Se hicieron los gallitos. Se largaron solos. Como si fueran dueños. Decime. Decime qué tenía que hacer. Dos pelotudos que se ponen en pedo y se les ocurre salir a chorear. Así, de la nada. Y encima van de caño. Y matan. ¿Qué querías que hiciera? Pensé que era lo mejor. No había que dejarlos correr. Se iban a prender otros. Te estaban desafiando. Yo te protegí.

Durruti enciende un cigarrillo.

–Vos me estabas protegiendo a mí.

–Decime que entendés.

–Yo no te pedí que hicieras nada.

–Ya sé. Pero pensé que había que apretarlos. Para que quede claro.

–Es que no los apretaste, Noriega. Les metiste cuatro tiros. Adentro de su casa. Y me armaste tremendo quilombo.

–Si no los castigábamos era lo mismo que decir que cada uno puede hacer lo que se le canta.

–Parece que hay más de uno que piensa eso.

–Había que hacer algo.

–Eso lo decido yo. ¿Desde cuándo decidís vos? ¿Eh?

 –No estabas.

–Justamente.

–Sabés que fue con buena intención.

–Si no supiera eso habría partes tuyas por todo el barrio. Ahora explicame cómo arreglo esto.

–Ya está. Va a estar todo quieto.

–Ningún quieto. Llamaste la atención.

–Pero lo cerré. Los pibes están muertos.

–¿Y qué creés que va a hacer la cana con eso?

–No sé. Hablá con ellos.

–¿Yo los tengo que hablar? ¿Y les digo qué? ¿Que tengo a cargo un pelotudo que mata a dos tipos y los deja en una casa a tres cuadras del desarmadero?

–No, bueno, pero vos podés arreglar.

–Noriega: esto funciona mientras sea callado. Me extraña que todavía no lo sepas. Ahora está todo el mundo culo al norte por tu chiste.

–Ya se va a calmar.

–Así por magia, no.

–Esperemos un poco.

–No te das una idea lo que me revienta que hablés en plural.

–Durruti.

El hombre de camisa levanta una mano abierta y pone la palma frente a los ojos del otro.

–Dale, genio. Decime cómo arreglamos. ¿Cómo era? ¿Pusiste orden para que todos supieran que nadie tiene que meterse con lo nuestro? Decí.

–Pensé que...

–No, no, no. Ahora pensá. ¿Qué tengo que hacer con vos? ¿Qué mensaje le tengo que dar a los otros? ¿Que me puentean y yo no hago nada?

–¡Yo no te puentié!

El otro empieza a retroceder temiendo que el movimiento que Durruti hace para espantar una mosca termine en el gesto de empuñar un arma.

–Decime. Qué hago.

–Pará, hablemos.

–Yo tendría que ir a tu casa y matarte toda la cría.

Noriega calcula el espacio, el tiempo. Mide si es capaz de correr y llegar a la calle antes de que una bala lo alcance.

–Pero sabés qué. Para hacer negocios hay que aprender a contenerse. Sólo por eso me voy a aguantar. Te vas a ir. Ahora. No vas a pasar por tu casa. Te vas a ir y no te quiero ver nunca más en la vida. Nunca. Yo te aconsejo que salgás del país. Si te quedás adentro, bien lejos. Y cuidate mucho de no volver a cruzarte conmigo. Las ganas de meterte un tiro las voy a tener siempre a mano. Te vas. Ninguna señal. Ni mail, ni correo, ni teléfono, nada. Desaparecés. Los dos pelotudos que se largan a robar sin hablar con nadie. Y que van y boletean gente. Y después vos, que me sumás dos muertos más. Me tengo que quedar frizado no sé cuánto tiempo. Que te quede claro que si no te mato ahora es sólo por eso. Por aquietar la cosa. Andate.

 

 

2.

 

Lo vienen a buscar para decirle que los que levantan están nerviosos. Que nadie entiende lo que pasó con los chicos Funes, que andan con miedo. Viene el Laucha, con ese chusmerío de barrio, todo el mundo de punta porque nadie sabe bien qué.

–Habría que decirles algo.

–No, si hoy todo el mundo me quiere explicar cómo tengo que hacer las cosas.

El Laucha prende un cigarrillo y espera. Sabe que eso es el núcleo de su trabajo. Esperar. Durruti arranca el último sorbo al mate y se levanta de la silla. Se asoma al patio inmenso, repleto de autos desarmados. Resopla. El Nene sigue con ese chico, sentado en la pila de ladrillos.

–Hay que quedarse en el mazo un tiempo.

El Laucha asiente mientras busca qué es lo que el otro mira en el patio.

–¿Tu sobrino sigue yendo a la canchita?

–Sí.

–Decile que la cana está caliente porque les cortaron los fondos y que salieron de fierro para descargar tensiones.

–Se va a complicar peor. Van a querer bajar alguno.

–Decís que yo digo que no. Que si alguien hace algo que yo no ordené se va a tener que ir a vivir a otra provincia.

–¿No es mejor que digamos que fuimos nosotros?

–¡Es que no fuimos nosotros, Laucha! ¡Noriega no es nosotros!

–Ya sé. Pero, digo, para meter miedo.

Durruti saca los ojos del patio y los pone sobre el hombre sentado en su oficina. Lo mira. No dice nada. Va hasta la puerta, la abre, pone a un costado su cuerpo.

 

Esa noche, en la canchita de tierra, siete u ocho chicos flacos fuman y toman cerveza en la oscuridad. Uno de ellos ya ha dicho que lo mejor es quedarse quietos, que nadie haga boludeces, que parece que Durruti se puso loco con lo que pasó, que la cana anda boleteando y que se va a armar quilombo. Que no llamen la atención. Los otros oyen y cabecean en silencio. Saben que los Funes hicieron lo que no debían, saben que la cana te mata por nada, saben que Durruti es muy pesado, saben que por ahora es mejor dejar de decir ese nombre. Reparten los paquetitos. Los guardan en los bolsillos del pantalón, en la campera, en las zapatillas. Cuando pasa la medianoche cada uno se va a cubrir su zona. El sobrino del Laucha cruza el descampado.