El menor
Sobre este libro:
En esta nueva novela, Alicia Plante vuelve a enfrentarnos con climas llenos de tensión y expectativa y con la búsqueda del sentido, encarnada en el hermano que quizá tenga el secreto de la propia identidad. En un escenario que no se repite y sorprende, una misma escritora, que parece conocer el alma de los lugares que describe, ahora se centra en una localidad de provincia con una mezcla de encanto y mezquindad que parece estallar en el “pueblo chico” y que contrasta con el mundo de la industria y las finanzas, donde la pugna por el poder y la ganancia no alcanzan a esconder la insaciable codicia de sus protagonistas. La pasión que no se logra reprimir, el peligro de un erotismo fuera de lugar, la duda, la soledad.
Un fragmento:
Las imágenes volvieron con una precisión asombrosa: de pie frente al espejo del ropero él intentaba nuevamente ajustar el nudo de la corbata, y era imposible, en un instante la seda había vuelto a resbalar. Demasiado arrugada, se había dicho, tanto nudo viejo... un imprevisto, porque la madre podría habérsela lavado y planchado con un poco de almidón, pero hoy estaba tan nervioso con lo que se jugaba para él esa tarde que ni pensó en la corbata. Todo, sus cuidadosos planes para el futuro dependían de hacer una buena impresión... Había pensado que quizás si la ataba más abajo, donde era más ancha y no había arrugas viejas, manoseadas... pero no podría abrirse el saco porque la corbata iba a quedar ridículamente corta, no, no tenía remedio. Todo recordaba: la había mantenido aplastada con la mano contra el pecho sabiendo que volvería a colgar contra la camisa como una flor quebrada. Enojado consigo mismo, había cerrado de un golpe la puerta del ropero y la imagen quedó adentro. Se compraría una y no tendría que recurrir más al padre, pensó, pero ese día... En la casa los sábados se almorzaba tarde, siempre había sido así, los miércoles y los sábados los obreros y los capataces de mantenimiento del ferrocarril trabajaban sólo medio turno en los corralones y la familia esperaba al padre para comer juntos, pero él siempre se demoraba con los compañeros a la salida, sus amigos. De chico Martín iba a buscarlo y caminaban todos juntos por la calle, ellos riendo con alguna broma que él no comprendía pero igual iba sonriendo porque le daba gusto verlo al padre contento, la gorra echada atrás hacia la nuca. Ellos caminaban con pasos largos, pesados, se daban palmadas en la espalda y entendían todo casi sin decirlo. A veces lo miraban como para ver si había oído, y el padre le ponía una mano sobre el hombro fingiendo que lo controlaba. Recordaba nítidamente la sensación del peso de su mano, pero en realidad no lo controlaba, se iba apoyando en él con disimulo porque la pierna le dolía, pero no decía nada, nunca, los compañeros no estaban enterados de que la herida no cerraba, que la tenía vendada bajo el pantalón y que la madre le hacía curaciones y él rengueaba cada vez un poco más. Era un hombre orgulloso el padre, eso lo sabían muy bien en la casa y nadie mencionaba el accidente, nadie le preguntaba, el capataz menos que nadie. Ella, la madre, les había dicho que la herida estaba ahí, que cicatrizaba muy despacio pero que algo de carne iba creciendo, por lo menos ya no se veía el hueso, y que no tocaran el tema, el padre creía que no se daban cuenta y mejor no molestarlo. Ahora creyó oír los sonidos de las tablas del piso bajo sus pies, donde estaba guardado ese recuerdo sin importancia pero tan real que le erizó la piel, y las voces de sus hermanos cuando entró al comedor, la espalda de la madre en la cocina, visible por la puerta entreabierta. Él sabía que ella estaba terminando de preparar el almuerzo para todos y sintió el olor caliente de una comida que no había vuelto a comer. De este lado la pequeña Anita colocaba los vasos y los cubiertos en la mesa. El incidente había sido una tontería y seguro que Nico no había tenido ninguna intención de complicarle de ese modo el día, pero aun así fue lamentable y él sintió que podría haberlo matado con sus propias manos. El padre había llegado y todos estaban sentados en sus lugares frente a los platos de sopa. Podía ver a su hermano, sentado del otro lado de la mesa con esa pequeña sonrisita medio de costado que seguía usando, con un dedo trabando la cucharada de sopa con que le apuntaba. Él levantó el brazo para sacársela, para apartarla, pero no llegó a hacerlo y entonces alzó la voz para prohibirle que le apuntara. Todo fue muy rápido, simultáneamente Nico se sobresaltó con su gesto y el dedo se le resbaló. En el instante siguiente pegó un salto y aun sin mirarlo Martín reconoció el ruido de su silla cuando la pateó para atrás y saltó por encima, lo oyó correr hacia la puerta de calle y oyó que la abría de un tirón... y también que el característico sonido al cerrarse y pegar contra el marco no se producía, presintió su mirada y levantó los ojos del desastre de su ropa y ahí lo vio, la mano apoyada en el pomo, medio cuerpo afuera, de pie contra el sol que le ponía un aura fulgurante. No le vio la cara, los ojos, pero imaginó que aún sonreía. Y que lo esperaba. Él quería ocuparse de su ropa, limpiarse, pensaba en su novia, en el té que tomarían con la madre, dentro de la casa por primera vez, sentados a la mesa del comedor, él nunca había entrado antes, quería volver a pasarse la servilleta por la solapa del saco y sacar los fideos que inevitablemente había aplastado contra la gruesa lana mojada, sacarse la camisa manchada de caldo, lavarla... pero la indignación al ver a su hermano ahí, como si lo estuviera desafiando, fue tan intensa que se lanzó tras él. Nico corría ligero, a los ocho años Martín también había sido una flecha, pero ya no andaba corriendo por la calle, hoy él arañaba los diecinueve y estaba para otras cosas, tenía sus planes. Las piernas más largas, sin embargo, y sobre todo la furia le devolvieron la velocidad que normalmente no necesitaba. Seis o siete cuadras más abajo, donde terminaba la calle y empezaba el bosque, sabiendo sin ver que ahí mismo, detrás del montecito, se vislumbraba el cementerio, Nico se detuvo de golpe cuando ya lo alcanzaba. De un manotón violento lo agarró de los brazos y lo levantó en el aire mientras pensaba con sorpresa que su hermano no pesaba nada, lo sintió en las manos, en los brazos, y lo sorprendió un poco, igual habría querido abofetearlo, pero inevitablemente pensó en la madre y la oyó insistirle al chico para que comiera. Echó la cabeza atrás por un instante y se aguantó. Sin aflojar el apretón en los brazos lo depositó lentamente sobre la tierra de la calle y lo miró fijo a los ojos, redondos de miedo, burlate ahora.