Fusilamientos. Muerte en primera persona
Sobre este libro:
Horacio González es considerado un grandes intelectuales argentinos de de las últimas décadas. Sociólogo, ensayista, fue director de la Biblioteca Nacional. Este es uno de los últimos libros que dejó escritos antes de morir en 2021. Se trata de una obra que resume en cierta forma el particular "método" que tenía para acercarse a los temas a tratar, estableciendo múltiples y originales conexiones entre hechos históricos y diferentes producciones culturales de la Argentina y el mundo. En esta obra, el tema sobre el cual giran sus reflexiones son los "Fusilamientos", esta particular forma de violencia política que Horacio analiza a partir de las representaciones de Goya, Rosellini y una serie de casos emblemáticos.
Fragmento:
MANET A nadie le es extraña la imagen de un hombre atado a un poste, probablemente contra una escascarada pared, enfrentando la muerte en la forma de un pelotón de fusilamiento. Puede no haber poste y apenas paredón, palabra esta en sí misma hosca, aunque en un famoso tango significa un pasaje al infinito. Alude a un espacio o a un tiempo difuso. Luego del paredón, un indefinible después. Pero aquel hombre del poste puede tener o no los ojos vendados, puede dar él o no la propia orden de fusilamiento. ¿Se le permite? ¿No hay otros que rechazan la banda sobre los ojos o abren su camisa en forma desafiante? Estos detalles nos indican que en los fusilamientos se estrecha el campo de elecciones ante nuestra propia muerte. Se muere con sutiles variaciones, pues en esos fusiles esperando la orden, ya está impaciente el destino. Pero estos débiles pormenores indican que alguien, algo, al menos, elige. Seguro que ante el pelotón son muy reducidas las formas que quedan para exhibir la última dignidad del coraje. Pero son decisivas. Una simple mirada, mantenida con osadía por encima de la abjuración o la tristeza, ya sirve para ser libre por apenas un segundo. La bala que sale de la boca negra del fusil no tarda nada en llegar, pero contiene una penalidad que puede fabricar un héroe o un olvido. En este último caso, una hoya común podrá confundir los huesos de los anónimos inmolados con el fusilado célebre. Las conmemoraciones deberán imaginar cómo componer, con los huesos de muchos hombres, la osatura imaginaria de uno solo, el mártir que se desea destacar, un carcomido esqueleto formado con el rompecabezas de todos los fusilados yacentes. Si al palo donde se ata un cuerpo sentenciado se le agrega un travesaño horizontal, puede ocurrir que al hombre colocado de espaldas con los brazos abiertos y los pies juntos, se les claven las manos y esos pies a las extremidades de los maderos. Este es el modelo esquelético universal del cuerpo humano, con los brazos abiertos y los pies –uno sobre otro–, sostenidos en el leño vertical. Un cuerpo de madera. Cuando se le agrega sangre en penosas clavijas, se produce el retorno paradojal del instrumento de castigo como sello e insignia de piedad mística. El castigado se fusiona con las vigas en cruz y se transforma en eminente símbolo de devoción. No se dan siempre ni de cualquier manera las condiciones para que un instrumento de tortura que se mimetiza con el cuerpo humano que se quiere humillar en el acto de colgarlo –un ahorcado no da religión, un fusilado tampoco–, se transforme en adoración a la víctima universal. Pero si ese cuerpo se convierte en intocado, porque ya lo era, el cuerpo del fusilado no se conoce, en escena alguna, que haya sido colocado en una cruz. Su imagen yerta ante lo fusiles, que son figuras rectas salidas de procesos industriales complejos, en la era de la industrialización, repercute en nuestro espíritu con una lágrima solitaria, apenas acompañada de un rasguido de temor. Si el crucificado tiene su vasta literatura, la más compleja que conocemos, escrita por grandes maestros del simbolismo y el esoterismo, el fusilado que no goza de sacralidad no deja de tener sus grandes páginas, más de obsesión que de reverencia. Es que el fusilamiento es un gran espectáculo que se pensó como un resorte de castigo visible, con su crueldad medida y su horror en condiciones de invocar códigos y órdenes. No es fusilado el homo sacer pues él solo está reservado para el crimen fácil y la prohibición de entregarlo a los dioses, pues ya es el hombre sagrado que tiene tras su tenue investidura, el poder de una maldición. Es un pobre residuo social y una pieza olvidada del mundo sacro. Puede ser apedreado, difícilmente es un fusilado. Entre otras razones, por la raíz espectacular –tantas veces frustrada–, de los fusilamientos. No quieren ser una misa, es la última razón punitiva que está pensada para que los sacerdotes acompañen al sacrificado sin preguntar por la institución militar de enjuiciamiento que compite con los salmos de resurrección, solo que en este caso consisten en disparos de armas de fuego con la misión de concluir con las vidas que se consideran desnudas de motivos para conservar su existencia. Se podría decir de los sacerdotes que acompañan al fusilado, que nunca fue más difícil su misión, pues si realmente existieran sacerdocios ellos deberían estar en el lugar del que va a ser abatido. ¿Por qué a mí, en este momento, debe pensar el sacerdote acompañante, me toca asumir la certeza de que hay otra vida luego de la muerte, si esta escena no contiene ningún luego, ningún después, ninguna esperanza? El espectáculo del fusilamiento posee un severo ceremonial, que no siempre se cumple con su consoladora rutina. Entonces, nuestro sentimiento absorto se queda prendido con alfileres al no saber cuál es la justicia intrínseca de ese acto, pues es muy fácil suponer que si hay fusilamiento no hay justicia y nadie debería persignarse por él. Pero en la historia de los fusilamientos se nos exige que pensemos que de una manera tenebrosa e invisible hubo un tribunal, y se nos invita a repudiar a los fusiladores y alabar a los fusilados, mientras otros elegirían la proporción inversa, si el cuadro de tiradores se forma para representar a antiguas y memoriosas víctimas que vuelven por lo suyo. Por ejemplo, tenemos los lamentos disponibles para el fusilado Joaquín Penina, albañil anarquista fusilado por el Ejército en 1930 en Rosario, un poco antes que Di Giovanni en Buenos Aires. Esos clamores y anatemas los tenemos para cualquier caso donde un proceso político de signos reparatorios tome esas medidas radicales contra los miembros de la policía secreta del Estado, que secuestraron, torturaron y fusilaron a militantes populares. Son casi los mismos métodos, pero imaginamos que en un caso prolongan la crueldad inherente al gobierno que ordena y remunera esas crueldades.