El Paraná y su expresión literaria

Por Adolfo Prieto

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Jose Diaz

Coordinador comercial

Sobre este libro:

En este libro podrán encontrar un recorrido sobre la Literatura Argentina a través del Río Paraná. La particularidad de utilizar el Río como camino a seguir este recorrido literario hace la diferencia con respecto a otras crónicas

Un fragmento:

Los españoles de los siglos XVI y XVII fueron tan pródigos en sostener empresas de conquista y de colonización, como en disponer los medios de registrarlas y exaltarlas en crónicas y en poemas memorativos. En el extremo sur del nuevo mundo, todo el extenso territorio surcado por un río sospechoso de conducir al riquísimo país del Rey Blanco estuvo lejos de convertirse en una excepción a esta modalidad hispánica de la conquista.
Martín del Barco Centenera, eclesiástico enrolado en la expedición de Ortiz de Zárate, fue el primero en tomar esta región como tema principal de una obra pensada y escrita con intenciones literarias. Remontó el río Paraná, por etapas, durante el año 1574, estableciendo contacto con las poblaciones indígenas y descubriendo, con previsible asombro, la diversidad del paisaje costero y la inagotable novedad de las islas. Muchos años después, en 1602, revivió esta experiencia americana en un largo poema publicado en Lisboa, titulado Argentina y conquista del Río de la Plata, con otros acontecimientos de los reinos del Perú, Tucumán y Estado del Brasil, por el Arcediano don Martín del Barco Centenera.
Casi toda la felicidad del poema reside en el título mismo, como que en él se menciona, por primera vez, el nombre de Argentina; pero acaso también, sin exagerar sus alcances, en la curiosa visión de un paisaje nuevo, tal como podía ofrecerla un agente convencido de la empresa imperial de la conquista. El autor levanta, en efecto, un minucioso inventario de la naturaleza física y de los hechos históricos que empezaban a poblarla. Pero es evidente que estos hechos históricos son narrados como una simple prolongación de la historia general de España, y que esa naturaleza es sentida como un agregado más a los vastos dominios territoriales de la metrópoli.
De ahí el gesto amplio y universalista con el que Del Barco Centenera enumera las tribus de aborígenes que habitan las costas del Paraná, o cuenta las leguas que ensanchan el río en diversos lugares, o recoge las rutinarias peripecias de los conquistadores. No hay noticias pequeñas o indiferentes para el poeta: la dimensión de las mismas proviene de la grandeza del contexto en el que se inscriben. Sintiéndose parte de la geografía y de la historia imperial, no sorprende entonces que el autor asegure que el más remoto antepasado de los indios guaraníes fue Tubal, hijo del patriarca bíblico Noé, ni que preste a sus versos el aire engolado y solemne de la épica heroica de su siglo. Todas las convenciones culturales de la época pueden ser legítimamente movilizadas desde la perspectiva con que Del Barco Centenera organiza la obra.
Citas de autores célebres; temas de meditación moral prestigiados por el uso; desbordes de fantasía respaldados en la mejor tradición de historiadores y naturalistas clásicos. En relación con esto último, es notable la facilidad con que en su crónica rimada incluye referencias al carbunclo, un pequeño animal con «espejo en la frente reluciente»; a reptiles de tamaño desmesurado; a sirenas que entonan dulcísimas canciones; a cañas que se convierten sucesivamente en gusanos, en mariposas y en ratones; a gigantes que deambulan por un escenario de nomenclatura bien precisa.
Con su sobrecarga de intenciones y sus pesados endecasílabos, la obra se ajusta así, en lo esencial, a la literatura española de la conquista; pero sus notas regionales, entre las que descuella la presencia permanentemente exteriorizada del Paraná, acreditan para sus páginas un carácter inaugural nada desdeñable.
La fidelidad de Lucía Miranda por su marido, Sebastián Hurtado, sostenida hasta el martirio, resultó un tema de apreciable vitalidad y poder de seducción. De la crónica de Ruy Díaz de Guzmán, y por la mediación probable de los informes de algunos historiadores jesuitas, pasó a la literatura. En el siglo XVIII, por lo menos dos dramaturgos, el inglés Thomas Moore (Mangora, King of the Timbusians or the Faithful Couple, 1718), y el valenciano Manuel Lassala, que publicó en 1784 una tragedia (Lucía Miranda), recogieron el tema y difundieron en Europa, junto con los nombres y las peripecias de los protagonistas, las resonancias de un paisaje seguramente sentido y propuesto como exótico.
Cinco años después de la publicación de la tragedia de Lassala se estrenó en Buenos Aires el Siripo, de Manuel José de Lavardén. Es difícil establecer en la actualidad si los fragmentos que se conservan de esta obra corresponden a los originales escritos por Lavardén o si pertenecen a la refundición practicada por otro autor varios años después de la fecha de estreno. Tal como se los conoce, es evidente que estos fragmentos modifican la interpretación tradicional del tema, como que en ellos se insinúa la existencia de un conflicto entre las mentalidades y los intereses del indio americano y el conquistador español.
El argumento con que se denuncia la labor de apropiación de la conquista española revela la actitud de los criollos en el momento histórico en que se preparaba o buscaba afirmarse la ruptura de los vínculos políticos con España. La reivindicación del patrimonio cultural de los primitivos habitantes del país: el Paraná grande sobre el Río de la Plata; el territorio y el paisaje tales cuales eran antes de la conquista, apunta entonces a un claro objetivo político.
Consecuente con este objetivo, el mismo Lavardén escribirá, en 1801, su prontamente famosa Oda al Paraná. El poeta se expresa, es cierto, como un español leal a la corona, y ningún indicio permite descubrir en el poema la existencia de una actitud abiertamente revolucionaria. Pero el modo de observar un paisaje y de vincular al mismo los destinos de una sociedad suficientemente diferenciada, anuncian ya las vísperas de una mentalidad revolucionaria. El Paraná, «sagrado río», es celebrado en su recorrido íntegro, desde las fuentes a su desembocadura en el océano, como un dios tutelar de la riqueza y de los pueblos que habitan sus orillas.
Conviene reflexionar ahora sobre el extenso arco cronológico que separa el poema de Lavardén (o la tragedia Siripo), de las fechas de redacción de las obras de Del Barco Centenera y de Díaz de Guzmán. Los dos últimos escribieron en los comienzos del siglo XVII; Lavardén lo hizo en el deslinde de los siglos XVIII y XIX: casi doscientos años de distancia.
Estos dos polos cronológicos marcan un impresionante hueco en la historia de los reflejos literarios del Paraná y su zona de influencia. La ausencia de textos literarios testimonia aquí a su manera, la evolución política y social de la corriente colonizadora que remontó briosamente el Paraná hacia mediados del siglo XVI, para adormecerse, sesenta o setenta años después, en la administración de un puñado de pobres aldeas y villorrios. Martín del Barco Centenera integró esa corriente cuando el Paraná parecía aún el camino natural hacia un territorio pródigo en riquezas de fácil extracción. Al esfumarse las fantasías de los primeros expedicionarios, el destino de la empresa colonizadora entra en un cono de sombras que afecta, inevitablemente, todos los aspectos de la vida social.
A este silencio casi completo de la literatura en lengua española, es decir, la lengua de los conquistadores y colonizadores de la región, debe añadirse el silencio de una eventual literatura de los pueblos aborígenes sometidos. El hecho de que no se hubiera logrado la práctica del lenguaje escrito, descalifica, al menos en su manejo convencional, la designación del término «literatura» para cubrir los usos expresivos que van más allá del mero intercambio social de informaciones. Pero parece lícito conjeturar la existencia de cierto tipo de literatura oral; conjetura particularmente válida en el caso de la familia guaranítica, correspondiente a las poblaciones indígenas más densas de las riberas paranaenses, y que poseían, a la llegada de los españoles, una lengua sorprendentemente rica en inflexiones y en posibilidades expresivas.
Esta previsible literatura oral se manifiesta, por algunos indicios, a través del fuerte bloqueo impuesto por la labor de catequización de los misioneros jesuitas, y se manifiesta, muy abiertamente, en la mecánica de transmisión y conservación de mitos y leyendas. Si a esto se agrega el poder de cohesión cultural demostrado por el guaraní, una lengua que dio y ganó, hasta ahora, todas las batallas al asedio lingüístico del español, se comprenderá la ventaja de tomar en cuenta la existencia de hechos habitualmente ignorados por la imagen de una cultura expresada con exclusividad por la lengua de los conquistadores.
En esta lengua se vuelven a encontrar, después de tan largo paréntesis, nuevos y cada vez más frecuentes testimonios literarios.