Animalia

Por Sylvia Molloy

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Leonora Djament

Directora editorial

Sobre este libro:

Sylvia Molloy es una de las voces más destacadas de la literatura argentina. Pionera en el abordaje de la cultura LGBTTIQ+ en sus ficciones y textos críticos.  Animalia es su libro póstumo. Sylvia Molloy se detiene en las zonas más entrañables del vínculo que mantenemos con los animales, tantas veces imperceptible bajo la niebla de la rutina, y escribe un catálogo luminoso de breves relatos inolvidables.

Se vendieron los derechos al portugués. Sus otros libros (como Desarticulaciones, Vivir entre lenguas, Varia imaginación, El común olvido) son ya clásicos de la literatura argentina.

Fragmento:

Fugaz compañero

La complicada relación de mi madre con los animales se limitaba por lo general a especies que no eran, habitualmente, mascota: pongamos algún bípedo inferior en la escala zoológica que se le cruzaba en el camino. Al morir mi primer perro yo misma –coincidiendo sorprendentemente con mi madre– no quise tener, por el momento, otro perro aunque no me cerré a otras posibilidades. Pasaron meses, mientras seguía pensando, cuando por alguna razón se me cruzaron patos por la cabeza. Me gustaba su torpeza, su modo de caminar con dificultad, bamboleándose, inseguros en su andar como yo con mis flamantes tacos altos. No le dije nada a mi madre. Una tarde, al salir de la facultad de la calle Perú, me encaminé resueltamente hacia una veterinaria en la calle Bartolomé Mitre cuyo nombre no recuerdo. Compré un patito que tendría tres, cuatro semanas de vida. No me atreví a comprar dos, aunque me lo recomendaban por aquello de que a nadie le gusta estar solo. Volví a Olivos en el tren, con una cajita a mis pies de donde surgían graznidos e insólitos borboteos. La gente me miraba. La historia, por trivial, no termina allí. Mi madre, una de las personas menos demostrativas que he conocido, se enamoró del pato. Confinado a la cocina, el pato hacía sus necesidades tranquilamente por todo el piso. Mi madre encontró la solución inmediata: le confeccionó un par de bombachas coloradas para evitar los desastres. Luego se acostumbró a sacar al pato afuera, quitarle las bombachas, y dejarlo pasear por el jardín mientras ella se ocupaba de sus plantas. Cuando era hora de entrar lo llamaba –Patí–, volvía a ponerle las bombachas y lo colocaba en un bolsillo de su delantal de jardinería. Que mi madre, una mujer tan atenta a las reglas de conducta, tan atenta al qué dirán, en una palabra, tan esnob y tan poco cursi, se hubiera enamorado de un pato me divertía y me daba vergüenza. Me desentendí del asunto. Mi padre se ocupó de construirle una vivienda más estable al fondo del jardín y mi madre le llevaba comida. Cuando el pato la veía cruzar el jardín en su dirección con algo en la mano graznaba de placer y se abalanzaba. Me fui de casa a vivir sola y por unos años no pensé en animales, a menos que fueran literarios. Supe más tarde que una amiga de mi madre que tenía una pequeña granja en Escobar se había ofrecido a adoptar al pato, que había resultado ser pata y buscaba pareja. Mi madre la dejó ir. Como a mí.

 

Para ser uno tiene que haber otro

 

Me sorprende lo mucho que tardé en asumir mi necesidad de vivir con animales. Acaso la reticencia materna al contacto con lo otro, acaso mi propia inseguridad, me hayan marcado. Había tenido un perro pero se había muerto; había tenido brevemente un pato pero la prefirió a mi madre. Había criado gusanos de seda y me había maravillado verlos tejer sus capullos, pero no pudimos establecer una relación. Al irme a vivir sola no se me pasó por la cabeza buscar un perro, un gato, un pájaro para hacerme compañía. Por primera vez quería ser yo, sola, y vivir mi vida sin tener que compartirla con padres, con hermana, con animales. Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno. Al año y medio de haberme ido alguien tocó el timbre de mi casa y me preguntó si quería adoptar a una gata. Era la vecina de abajo, había encontrado una gatita abandonada junto a los tachos de basura.

El resto es historia.

Convivencia

He dicho, sí, que era perversa. No le gustaban los otros animales y cuando tuvo crías –tres gatitos escuálidos– los miraba como si no fueran suyos. No los conocía, no quería conocerlos, era todo culpa mía y me lo hacía saber. Menos quería conocer a animales de otra especie. Cuando con Geiger decidimos vivir juntas, cada una aportó su animal al nuevo hogar. Recuerdo la tarde que entró Charlie al departamento. Era un perro de agua portugués, elegante, obediente, con sentido del humor. Olió la presencia de otro ser y se paralizó, desconfiando del nuevo espacio y sobre todo del ser desconocido que se le acercaba deliberadamente inspirándole justificado temor. La gata se puso junto a él, lo olisqueó prolijamente por todos lados y luego, mientras Charlie seguía de pie, petrificado, se instaló debajo de él como si el perro fuera una carpa. Finalmente salió de entre sus patas traseras y le pasó la cola, como al descuido, por los testículos. Le había mostrado quién era quién. Convivieron. Cada uno practicaba su estilo. Titoga altanera, difícil de complacer. Charlie siempre lindo y bien educado, salvo el día que los dejamos a los dos solos y Charlie se comió (¿de rabia?) medio volumen de las memorias de Lucio Mansilla.

Pero esa es otra historia.