El amor es una cosa extraña
Sobre este libro:
Estos tres cuentos, o novelas cortas, son textos inéditos, escritos entre fines de la década del ochenta y mediados de los noventa. Beni es la historia de amor de Luisa, un “alter ego” frecuente de Hebe Uhart, con el hombre que da título al relato, en la Buenos Aires de la última dictadura; Leonilda es la historia de una inmigrante del Chaco en Buenos Aires, desde su infancia a su madurez; El tren que nos lleva nos acerca otras experiencias de una adolescente y joven suburbana entre los años sesenta y setenta. Las historias que se cuentan están atravesadas por la violencia política de los años setenta. Pero no son historias clásicas de dictadura. Hebe da cuenta de modulaciones que la violencia de la época ejerce en personajes más o menos fuera del margen, excéntricos, que perdieron el tren, que no funcionan en el sistema. El amor es una cosa extraña y parece un terreno en que los aprendizajes poco pueden aportar; domina aquí el abandono, la perplejidad ante el alejamiento del otro. Las particularidades de estos cuentos no quitan que lo que predomine sea la voz que le conocemos; una voz en que el humor nunca está afuera.
Fragmento:
I
En 1980, Luisa vivía en un departamento que parecía una cajita de zapatos. Si alguien entraba, de una ojeada veía toda la casa, incluso el baño. Era un departamento tan chico y tan simpático, que las visitas de mayor confianza tendían a usar todas las instalaciones para ver si no eran de juguete; iban al baño, se recostaban en la camita que se veía desde el cuadrado de entrada, corrían una mampara siempre semiabierta donde había una cocina muy chica y abrían una alacena que tenía una cortina como de teatro de títeres. La alacena fue hecha por el suplente del portero suplente; era viejo y tomaba vino. Eligió unas maderas en desuso que estaban en el sótano del edificio; como un leñador cansado y despreciativo juntaba las maderas, como si fueran un montón de ramas secas. Era la primera vez que hacía una alacena en su vida, tardó mucho tiempo para hacerla y no cobró nada por el trabajo; la alacena era endeble, la trajo armada desde el sótano y tambaleaba en sus manos. Las visitas de menos confianza y las personas más mundanas, cuando se movían parecían decir “una casa, grande o chica, siempre es una casa”; se acercaban a mirar por la ventana, desde donde se veía toda la ciudad, y era tal la inmediatez de la ventana que no tenía marco ni separación con el espacio exterior, que creían estar suspendidos en el aire. Se acercaban a la ventana sin interrumpir la conversación y cuando la sensación de estar suspendidos en el vacío les producía perplejidad, algunos insinuaban si la mampara de la cocina no se podría cerrar del todo. Se podía, pero Luisa decía que le parecía que no; ella no quería cerrarla, quería ver la alacena con su cortina de teatro de títeres. A esa casa iba a visitarla su mamá, con un bastón de empuñadura muy elegante, que daba idea de mando y sensatez. El bastón contrastaba con el tapado marrón claro, de paño muy grueso con el que ella se cubría; ese tapado se había amoldado a su cuerpo gordo de anciana, un poco encorvada, y que ella quisiera proteger su cuerpo con un paño grueso, un cuerpo que había coqueteado tan poco, le producía piedad a Luisa y deseos de tratarla bien. En esa casa su mamá se movía de modo distinto que en la propia; en la propia daba órdenes a sus piernas para que tuvieran buen funcionamiento y a veces le decía a la pierna dura, que no quería caminar, “movete, estúpida”. En casa de Luisa elogiaba la comida, se sentaba quietecita para que le dieran de comer y decía: “En casa ajena nunca supe manejarme”. Después de comer, dejaba su bastón sobre cualquier almohadón del suelo y se iba a dormir blandamente la siesta y Luisa percibía que su mamá pensaba que esa casita era un buen sitio para morir. Pero el novio que Luisa tenía en ese momento, Beni, no era adecuado para ayudar a cuidar ningún anciano en su enfermedad, no por falta de voluntad sino de tino. Su mayor voluntad era que reinara la alegría, pero en la forma de chispazos de felicidad imborrables y memorables. Luisa vio una vez cómo él logró dejar de hacer llorar a una mujer que trajo de visita de otra casa donde estaba de paso, una mujer hipertensa que tomaba remedios para lograr su equilibrio y después comía, bebía y engordaba lo suficiente para desequilibrarse y ante esa lucha grave dentro de ella, la mujer estaba inerme; lloraba y su desequilibrio homeostático era una problema de otros, en este caso Beni, que le hizo pases mágicos, hizo de payaso y le hizo fricciones en los párpados a la luz de la lámpara; la mujer se rio con ganas. El papel de genio o de mago le caía bien, pero el claroscuro de la habitación de un anciano, el velar su sueño haciendo mientras alguna pequeña tarea corta, como por ejemplo lavarse la ropa o leer el diario, eso no estaba en su ánimo, porque en cuanto a ropa tenía la mínima; era para tenerla reglamentada o domesticada, como él decía: una camisa que se seca cuando uno duerme y un traje con corbata para ir al Banco. En cuanto al diario, aunque lo comprara, daba la impresión de que lo hubiese encontrado por ahí, de casualidad, y dentro del diario siempre tenía una sorpresa; si era agradable, bailaba mientras planchaba su camisa; si desagradable, no comentaba nada, el resto del diario era para él un desfile absurdo. Porque Beni no era una persona del tiempo, era del espacio; hoy estaba aquí, mañana allá. Cuando iba al campo, iba al almacén de Ramos Generales y les contaba a los paisanos que en Buenos Aires él tenía cuenta en un Banco que quedaba en la mismísima Plaza de Mayo, al lado de las palomas, frente a la casa de gobierno. En 1981 Luisa hizo alfombrar el piso del departamento y ahora parecía una caja de zapatos forrada. Cuando vino el alfombrador (eficiente, con cara de decir: “Déjenme el piso libre de toda alimaña rodante o no rodante, viva o muerta”), Beni recién había llegado del campo y estaba tan contento con la alfombra que se quedó mudo por un rato. Ninguno de los dos había tenido nunca todo el piso alfombrado en su totalidad y cuando el alfombrador terminó un cuartito, se sentaron en el suelo para ver cómo revestía el otro. Beni intentó ayudar a alfombrar, pero el alfombrador no lo dejó, y volvió callado a su puesto de observación. Solamente interrumpió su silencio para decir: –¡Cuando cuente allá esto! Lo dijo en voz un poco alta; el alfombrador lanzó una ojeada rápida y a Luisa le dio un poco de vergüenza; pensó que el alfombrador miraba como si supiera que Beni iba al almacén de Ramos Generales del campo a contar lo de la alfombra. Beni aparecía o desaparecía como un dios del Olimpo, y como tal, podía desarrollar distintas actividades y funciones; quería comercializar la madera de los bosques de Entre Ríos, ya que había un transporte natural simplicísimo, gratis: el río Paraná, que traería los leños a Buenos Aires. ¿Que cómo a nadie se le ocurrió antes? Por las mentes estrechas que lo complican todo. Inventan mecanismos de traslados lentos, mezquinos, chotos y caros, como los camiones; sobre todo caros y lentos.