Lo que hicieron ahí
Sobre este libro:
Este libro es un rompecabezas de relatos que van construyendo una historia donde las luchas y las tragedias de la historia argentina se engarzan con las tragedias del azar. Mujeres y hombres-hacen ahl-sus danzas de deseo, dolor y violencia, mientras el ojo sutil de nuestra lectura va entrecruzando reapariciones, situaciones, y teje una trama intensa y mágica.
Fragmento:
PERFILES
Tenía una belleza rigurosa y delicadamente fría. Una Claire Underwood, pero de cabello negro. Miraba de perfil hacia la distancia, no al que empezaba a recorrer, con excitación anticipada, el libro donde brillaban las fotos.
—Solo las mejores, para los más exigentes –le había dicho casi al oído el jefe de recepción mientras le ponía en las manos un volumen forrado en cuero, insospechable como un tomo administrativo.
Lo abrió en el cuarto, la segunda noche, después de aflojarse el cinturón y de quitarse los zapatos y las medias. Había pedido un whisky con hielo para acompañar, morosamente, la oferta femenina escondida bajo las tapas.
No era hombre de putas, sin embargo. Se había acostado con algunas cuando era muy joven, antes de comprometerse en un matrimonio temprano y para siempre; así supieron ser la mayoría de los matrimonios en su generación. Él había sobrevivido, ella no.
Ahora viajaba solo por las provincias, de convención de convención, de congreso en congreso, mudándose a hoteles confortables de cuatro o cinco estrellas, la mayoría recién hechos, parecidos los unos a los otros. Salvo este, el “Rey Arturo”, que no pertenecía a ninguna de las cadenas habituales. Alguien se lo había recomendado como “hotel boutique”: muebles con aire victoriano, televisores de plasma disimulados tras puertitas de madera, rosas de verdad sobre el escritorio. Una escenografía retro que lo tranquilizaba, un hogar imaginario, quizás ensoñado o leído en una novela.
También ella, la mujer de perfil, perfecta y congelada, era de algún modo tranquilizadora, aunque su mera presencia disonaba en el muestrario de carne obvia y prendas mínimas de encaje o de satén.
La primera foto la mostraba vestida de calle. Llevaba un traje sastre, de color claro, indefinido entre el crema y el beige. El escote en V era profundo, pero no asomaba por él ni siquiera la punta de un soutien. Podía presumirse que los pechos estaban desnudos bajo la chaqueta de hilo crudo; que si ella abriera, como Sharon Stone, las piernas impecablemente cruzadas, se adivinaría bajo la falda corta una oscuridad feroz de vellos púbicos. Pero nada se abría y nada se revelaba. La mano derecha, con las uñas de discreto barniz, se apoyaba sobre la media de seda reverberante. Un anillo de oro blanco concordaba con la gargantilla.
La foto siguiente era más audaz. Estaba de pie, ofreciendo el mismo perfil, los brazos sobre una balaustrada que daba al mar. El cuerpo era delgado y largo bajo la bata de gasa; los pechos sin implantes, menudos, cubiertos por un corpiño chico y apenas bordado, no se juntaban entre sí. Por eso se los podía presentir sin escándalo bajo el hilo crudo de la foto anterior. La puesta en escena parecía ordenada y armoniosa, casi un jardín del siglo dieciocho.
Eran sus únicas fotos, mientras que cada una de las otras tenía, por lo menos, tres o cuatro. Todas se ajustaban, eso sí, a cierto canon de gusto, tal vez impuesto por el estilo del hotel. Ninguna mostraba mucho más de lo que solían exhibir las modelos de lencería femenina en gigantescos carteles de autopista, aunque estas excedían los talles de alta costura y se acercaban a los de vedettes. Lo sorprendió el decoro. Los tonos eran suaves: gris perla, visón satinado, rosa viejo, marfil. O los clásicos blanco y negro. No había insinuaciones perversas. Ni dominadoras con juguetes sadomasoquistas, ni tampoco disfrazadas de escolares, con el pelo recogido en una infantil cola de caballo y un chupetín entre los dientes blancos y los labios llenos, deliberadamente sin pintar. Eran rotundas y correctas, sin segunda intención. Frutas apetitosas y plenas que colgaban del árbol en su justo punto. Ninguna muy por encima de los treinta. Ninguna, prefería creer, por debajo de los dieciocho.
Solo la mujer de perfil era, sin duda, más vieja. Difícil saber cuánto, en un mundo que ya no vendía imágenes sin fotoshop previo. Pero cierto aire indefinible añadía una suave pátina de anticuario a la ropa formal y la exhibición controlada. Al pie de sus imágenes había un nombre también desacostumbrado: Ginebra. La ciudad suiza. O Guinevere, la dama y reina infiel de Camelot. Un seudónimo, un nombre de guerra, propio del oficio. La elección no era vulgar, al lado de las Jessica, Cynthia, Dana o Daiana que subrayaban los otros retratos. Aunque también resultaba una ironía lógica, teniendo en cuenta el nombre del establecimiento.
Se asombró al saber que Ginebra era, también, la más difícil de conseguir. No le quedó otro remedio que aceptar una cita para la última noche, pese a que lo alteraba la inminencia del viaje a la ciudad vecina, donde una vez había vivido. Ahí lo esperaban otro cóctel, otro simposio y también el aniversario del accidente que los había dejado huérfanos del hijo menor.
La distracción sexual quizá lo salvase de un largo insomnio, aunque el fracaso le parecía probable. Pasaba de los sesenta, las erecciones eran infrecuentes y no duraban sin auxilio químico. La última vez había sido decepcionante. Una salida al cine con una amiga de su difunta esposa que terminó en la cama. Ninguno de los dos pudo hacer mucho más que recordar con tristeza o con ira a los ausentes. La que había muerto y el que había abandonado a la mujer, ni fea ni desagradable, que estaba llorando a su lado.
¿Cómo iba a recibir a la invitada? Dormía con calzoncillos de tela a rayas, algo anticuados, abiertos en los muslos, y una camiseta sin mangas. Decidió comprar una bata en la tienda del hotel y cambiar los calzoncillos por unos boxers modernos, de color azul celeste, que le hacían juego con el color algo desvaído de las pupilas. A su mujer le hubiera gustado. Ella sí se fijaba en esos detalles, significativos para alguien que ama, aunque serían irrelevantes para una puta.
Dos horas antes del encuentro tomó una pastilla de Cialis. Se bañó con cuidado. Se emparejó la barba, recortó las uñas de los pies y de las manos y los pelos que asomaban, asimétricos, por la nariz. Se resignó, una vez más, al abdomen de hombre que envejecía, con algo de sobrepeso y una dieta descuidada. De pronto, el cuarto que le había parecido amable y casi hogareño, se le antojó ridículo y fuera de moda. Quizás era el único escenario adecuado para alguien que retrocedía también en el tiempo como si nunca hubiera existido, que estaba a punto de borrarse del espejo y de la realidad.
Para cuando sonó el timbre de la habitación se había quedado dormido entre almohadones, con el control del televisor en la mano. Al abrir la puerta, creyó que continuaba dentro del sueño. La mujer del catálogo estaba en el umbral, con la misma ropa y en la misma pose que había adoptado para la fotografía que la presentaba. De perfil, entregada a una distancia que ahora se perdía en un punto indeciso hacia el final del pasillo.
—Buenas noches. Soy Ginebra.