Guillotine murió guillotinado
Sobre este libro:
Un relato que permite descubrir la faceta literaria de Alberto Greco, uno de los artistas argentinos más influyentes del siglo XX, Guillotine murió guillotinado reúne por primera vez de manera íntegra los míticos manuscritos que Greco escribió en la década del 60 durante su estadía en España.
Como en su famosa serie Vivo-Dito, en donde mediante señalamientos y sencillos recursos llevaba la atención del espectador hacia las personas y objetos que pueblan la vida cotidiana, Greco realiza aquí una suerte de collage de historias que escucha, de noticias y publicidades, de charlas y discusiones con sus amigos y otros artistas. Mediante esta técnica, construye un relato policial a partir de percepciones y conversaciones de su vida cotidiana, ofreciendo así una vívida pintura de los personajes de la bohemia de la Madrid franquista y de la conmoción que produjo en el mundo el asesinato de John F. Kennedy.
El libro incluye reproducciones facsimilares de los manuscritos y dibujos de Greco junto a una transcripción revisada y textos críticos de los especialistas Rafael Cippolini y Paula Pellejero, que permiten contextualizar la obra e identificar sus vínculos con la vida y muerte del artista argentino.
Fragmento:
1.000.000 de Guillotinados
Los crímenes literarios de Alberto Greco Sugerencias de lectura con spoilers
Por Rafael Cippolini
Lo que has escrito ahora me parece estupendo… bueno… me parece genial. Es lo que quisieran escribir centenares de cuentistas que conozco… pero no pueden porque les falta eso que tú tienes… porque no eres escritor precisamente. La gente trabaja, trabaja el año entero, tú escribes como un pintor, como lo que eres.
Alberto Greco citando a Gonzalo Torrente Malvido
Decirse conocedor de la obra de Alberto Greco y no saber qué es su literatura, es como ser director del Museo Picasso y nunca haberse enterado que al Guernica lo pintó un pelado.
Carlota Ezcurra
I
Madrid existe para ser escrita. Y para cometer un crimen. O quizá varios. Corre el año 1963 y Alberto Greco no solo pinta, dibuja o realiza Vivo-Ditos, sino que manuscribe infatigablemente. Lo apunta todo. Lo que está pensando, lo que escucha, lo que le dicen los amigos, los que están cerca en un bar, en la calle, y también una asociación fugaz, ocurrencias, reflexiones instantáneas, sin detenerse ni volver sobre lo escrito, aunque a veces tacha, dibuja en los márgenes del papel, agrega alguna que otra cosa. Es un vicio adquirido hace tiempo, porque no quiere perderse nada: sigue, sigue y sigue, como si su dopamina no pudiera manifestarse sino en ebullición. En una misma frase enfatiza con mayúsculas, salpica con puntos suspensivos en un lado y otro, hace girar el bloc sobre el que escribe sobre sí mismo, despliega sus parrafadas de una hoja a otra de margen a margen, se distrae, vuelve a distraerse, regresa sobre algo que había quedado en suspenso varias hojas atrás. Y lo hace en tiempo presente. Siempre es ahora, siempre es estoy, nunca un estuve. Presente, presente y más presente, aunque se le escape algún pretérito muy cada tanto. Por momentos parece que escribe para sí mismo, otras veces necesita aclarar tal cuestión u otra. Una intuición, algo que imagina, todo va al papel, a la línea, en un orden súbito. No quiere que se le escape nada. No decanta nunca: arroja. Si algo parece una meditación, tendrá más la forma de una meditación supersónica, sea lo que esto sea.
Su escritura compulsiva no es una novedad: con vorágine similar, hace tiempo que no deja de escribir manifiestos, recetas, cartas, frases en sus dibujos y pinturas, jugando automáticamente con su caligrafía inconfundible. No sabemos qué atención le prestó a la obra de Macedonio Fernández. El metafísico porteño solía decir que pensaba con la lapicera en la mano. Greco oía, olía, masticaba, charlaba, se reía, se enojaba, y se divertía con la lapicera en la mano. Podríamos trazar al modo de Plutarco unas Vidas Paralelas llenas de luminosos contrastes entre Macedonio y Greco. Pero eso será más adelante.
Escribir para Greco es un modo de devorar el instante, dónde (y cuándo) sucede lo impredecible, poniéndole palabras a todo, con una grafía que es una mental movie de lo que lo rodea. Una autobiografía de 360° en un irrenunciable tiempo presente. Ya lleva mucho tiempo haciéndolo, pero esta vez está en Madrid, es 1963, y es diferente. Greco se propone escribir un relato policial. No sabemos por qué, ya ensayaremos hipótesis, pero se le ha puesto en la cabeza escribir un cuento, acaso una novela policial. Pronto confesará que no tiene idea cómo hacerlo, que ni siquiera leyó policiales –lo que sabe proviene de los radioteatros, de alguna película–, que quiere leer a George Simenon.
Así que en la primera parte del relato, como lectores que somos, asistimos a ese momento: Greco captándolo todo, filtrandolo todo, mezclándolo todo (como dijimos, escribe desordenadamente, deja un tema por la mitad, lanza una referencia, luego vuelve), es lo que ha venido haciendo, pero está atento al momento en que pueda contrabandear en esa temible velocidad perceptiva algo que sacuda como un crimen. Está atento a su escritura para que esta le revele, como un satori, por dónde y cuándo aparecerá el crimen. Y más aún: qué podrá hacer él con ese crimen. Sigue escribiendo esperando saberlo.
Primer atisbo, acaso un recuerdo: la noticia de la muerte de M.J. “famoso por haberle mordido la oreja a Pola Negri”, una sugerente anécdota que el temible Kenneth Anger decidió no incluir en su enciclopédico Hollywood Babilonia. Importante resulta señalar uno de los recursos clave que despliega Greco a lo largo de Guillotine: desde el primer párrafo divide su yo narrativo en dos dimensiones, la de quien escribe y la de su protagonista. Dos voces que distinguimos cuando usa la primera y la tercera persona. A veces es Yo, otras es Él, siendo siempre el mismo. Como si uno corriera detrás de otro, registrándolo todo.
TENGO GANAS DE ESO, pero no viene al caso...
Se sentó con su gran culo sobre la cama a rayas azules y blancas que le hacían recordar de una manera casi graciosa a los colores patrios de su país…
Exhibe el recurso ni bien comienza, para que nos habituemos al desdoblamiento. No deberíamos sorprendernos cuando Yo y Él luzcan descalibrados; a veces armonizan, solo a veces. Él recuerda el episodio de la oreja mordida de Pola Negri, pero enseguida lo descarta. Se le ocurre algo mejor, ya no un recuerdo, sino arrojarse sin trámites a la acción:
Abrió la puerta casi arrastrándose, con las orejas y la boca morada. En un esfuerzo terrible, llegó hasta el descanso de la escalera del primer piso queriendo gritarles a los de abajo ¡AUXILIO!, me estoy muriendo.
Así, de la nada, al ritmo de sus ideas. Hoja tras hoja intentará instalar, en el dominio de su Yo presente, de su crónica en tiempo real, el elemento que le garantice el fantástico crimen que su relato amerita. Un crimen tan seductor como la mejor de sus pinturas. Greco bien pudo haber conocido la célebre cita de Degas: “Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen”. Recordemos que el artista francés también fue quien dijo: “El arte no es lo que ves, sino lo que haces ver a los demás”.