Deuda de sangre

Por Mercedes Giuffré

Contacto

María Mercedes Pérez

Directora editorial

Sobre este libro:

La historia se desencadena cuando un asesinato sacude a la sociedad, un hijo de una familia prominente es encontrado degollado en una calle fangosa. Junto al cuerpo, se descubre un doblón de oro, como si el asesino estuviera reclamando una deuda o intentando pagarla con sangre.

En medio de este escenario, aparece Samuel Redhead, un recién llegado a Buenos Aires. Samuel es un reputado médico y cirujano. En un principio, su objetivo es certificar la muerte como un simple médico, pero pronto se ve envuelto en una serie de asesinatos similares.

La novela nos sumerge en un ambiente histórico, donde se retrata con precisión la época del Virreinato del Río de la Plata. Con una prosa ágil y detallada, se crea un universo caótico en el que Samuel Redhead se empeña en imponer el orden.

A medida que Samuel investiga los crímenes, se adentra en los recovecos oscuros de la sociedad y descubre una red de intrigas y secretos. Con cada nueva pista, se acerca más a la verdad y se enfrenta a un asesino implacable. La novela combina hábilmente elementos de intriga, suspense y una ambientación histórica vívida, transportando al lector a una época fascinante en la historia argentina.

Fragmento:

El cuerpo de Manuel Balbastro y Alzaga yacía desnudo sobre la mesa, en una habitación de la Escuela de Medicina, anexa al Hospital de Hombres de los padres betlemitas. Lo habían lavado. Redhead y tres testigos lo rodeaban de pie. Junto a la ventana, sobre otra mesa rectangular y angosta, había un microscopio, una serie de manuales y libretas de notas. La habitación olía a azufre y a jabón. Había velas encendidas en todos los candelabros; las llamas se movían ligeramente y desdibujaban los contornos de las sombras en la pared.

La escuela era el resultado de un empeño reciente del Protomedicato y, a pesar de que la Corona había aprobado el proyecto, no contaba con el material necesario ni con un presupuesto acorde a las necesidades de la formación profesional calificada. No poseía un adecuado anfiteatro para las lecciones de anatomía, y el escaso instrumental quirúrgico debía compartirlo con el hospital. No obstante, los alumnos avanzaban a pasos acelerados y habían rendido los primeros exámenes de la junta de sanidad, con resultados alentadores.

Existía una división tajante entre los médicos y los cirujanos. Los primeros se dedicaban al tratamiento de las enfermedades internas y la investigación, mientras que los segundos se ocupaban de las heridas externas y la práctica forense. Por eso, el de Redhead era un caso peculiar, pues a sus estudios teóricos en Edimburgo, había agregado varios años de formación práctica en Londres como discípulo del controvertido John Hunter, quien se valía de cadáveres para sus investigaciones (desenterrándolos, incluso, de sus sepulturas) y se había hecho célebre por el lema “no pienses, experimenta”.

Redhead llevaba puestos sus lentes redondos y estaba inclinado sobre el cadáver. Mientras hablaba, señalaba los lugares aludidos con una delgada varilla de madera.

—Lo degollaron de un solo corte, muy profundo y hecho con saña —expuso—. El asesino se encontraba detrás. El corte fue realizado de izquierda a derecha, lo cual confirma que es diestro. La zurda empujó el tricornio que cayó a un lado, sobre el barro de la calle, y luego sostuvo la cabeza por los cabellos. Puede verse en este ángulo que falta un mechón —señaló el espacio aludido.

Los tres hombres lo escuchaban con atención. Uno de ellos, el escribano Mariño, se llevaba cada tanto a la nariz un pañuelo empapado en agua de lavanda para darse ánimos, a punto de desmayarse por la impresión. El comisario Rojas, en cambio, observaba imperturbable con los brazos cruzados y asentía de cuando en cuando, como si se tratara de una lección que se sabía de memoria. Fray Santiago, el tercer hombre, escondía las manos bajo las mangas de su hábito y observaba con gesto reprobatorio.

—Por la dirección del corte, diría que el asesino es más alto que Balbastro —siguió el médico—, lo cual, sumado a la fuerza requerida, da por tierra la hipótesis de que se trate de una mujer.

Escogía palabras que a oídos del fraile resultaban frías y vacías. De hecho, Redhead lo hacía como una expresión de objetividad, aunque para el otro, que había bautizado al pobre ser a cuyo cuerpo se aludía, resultaban inhumanas. Casi cómplices de la barbarie con que se había tratado al muchacho.

—No hay evidencia de que sea obra de más de una persona. Tampoco pude encontrar huellas en el suelo. La tormenta se encargó de borrarlas. Eso nos hubiera informado la altura del asesino, por el tamaño de los pies, y quizá nos hubiese dicho algo sobre su posición social, por el tipo de calzado.

Mariño asentía a cuanto decía el médico, con la esperanza de que aquel trámite nocturno e inesperado acabase pronto.

—La operación duró un instante. El joven Balbastro quedó incapacitado para emitir el menor gemido o defenderse en forma alguna —Redhead observó al clérigo mientras pronunciaba las últimas palabras—. Probablemente, el sonido de la lluvia impidió que escuchara los pasos de su atacante. La sangre brotó hacia adelante, dejando al asesino libre de mancha. El cuerpo cayó de rodillas sobre la calle —señaló estas últimas, moradas por el golpe—, y luego se desplomó.

—¿Qué puede decirnos acerca del arma? —interrogó el comisario.

—Un cuchillo de campo. Un facón de los que circulan entre los gauchos. Pero no me parece que sea obra de uno de ellos. No una herida hecha por la espalda y a traición, sin espontaneidad. El asesino sabía muy bien cómo realizar el corte para evitar ser delatado. Puedo asegurar que fue algo premeditado —el médico ajustó las patillas de sus lentes a las orejas y miró a Rojas a los ojos.

—Eso pensé también —intervino este, descruzándose de brazos.

—¡Un carnicero! —se apresuró a decir el escribano.

—No lo creo —respondió el médico—. Además, ellos usan hachas y no facones para cortar las reses —agregó y retomó el hilo inicial—. Balbastro no llevaba puestos sus anillos.

—¡Un robo, entonces! —el escribano estaba feliz de resolver el episodio y poder irse. Redhead, en cambio, no parecía satisfecho.

—Tampoco lo creo. Había una moneda de oro en la faltriquera del chaleco de la víctima. Algo que el ladrón no olvidaría.

Se hizo un momento de silencio. Redhead agregó:

—No creo que los anillos hayan sido arrancados por el asesino.

—¿Entonces? —fray Santiago no pudo contener la curiosidad.

—La marca en los dedos indica que fueron removidos con esfuerzo y que se precisó tiempo. Parecería ser obra del propio Balbastro, por la delicadeza con que giró cada pieza en su dedo. Me inclinaría a pensar que lo hizo horas antes del ataque, por el estado de la piel. Observad —señaló el dedo anular de la mano derecha, donde la marca blanca dejada por un anillo de considerable grosor estaba rodeada por el color morado de la piel otrora tostada por el sol y por la irritación que obedecía a la operación de girar el anillo tirando hacia el extremo del dedo.

—Eso significa —concluyó Mariño— que Balbastro no tenía consigo las joyas cuando fue degollado.

Redhead asintió.

—O sea, doctor, que lo que usted dice es que hubo un motivo particular por el cual mataron al muchacho —razonó el franciscano.

—Eso es evidente.

El fraile se ruborizó y desvió la mirada. Redhead continuó:

—Pero si me preguntáis cuál es el motivo, aún no podría decíroslo. Hacen falta una investigación, testigos —comentó y, una vez más, dirigió la mirada a Rojas quien movió su cabeza en señal de afirmación.

—¿Cómo podemos estar seguros de encontrar al asesino? —era otra vez fray Santiago quien hablaba.

—Nada es seguro en esta vida —fue la ácida respuesta del médico, que estaba cansado—, excepto que moriremos alguna vez. —Era muy tarde y había pasado la última hora reconociendo el cadáver—. Por lo demás, el joven Balbastro y Alzaga gozaba de excelente salud. Por el olor de su boca, puedo aseguraros que bebió bastante. Me temo que, sin una apropiada disección, solo puedo agregar que, a excepción de tener vencidos los arcos de los pies y un par de dientes picados, probablemente hubiese vivido muchos años.

El fraile se santiguó. La sola mención de una disección le provocaba náuseas.

Los testigos se dirigieron a la puerta, mientras Redhead se quitaba el guardapolvo gris que había tenido puesto durante todo el proceso de reconocimiento del cadáver, y luego se lavaba las manos y la cara con el agua de una jofaina.

El comisario Rojas echó al médico una última mirada antes de salir.

—Trate de descansar, doctor. Mañana lo vamos a necesitar en el Cabildo. Habrá muchas preguntas.

Redhead asintió, mientras se secaba las manos.

—Alzaga nos va a comer crudos —agregó Rojas.

El médico cubrió el cadáver con una sábana blanca y guardó silencio. La puerta volvió a abrirse y entraron en la habitación los dos serenos de chiripá y alpargatas que hacía horas lo habían conducido desde el Cabildo hasta la escena del crimen. Se llevaron el cuerpo. Redhead apagó una a una las velas de los candelabros con un cono de metal, y el humo azul que surgió de los pabilos se perdió en la oscuridad.