Crónicas completas

Por Hebe Uhart

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Julia Fernández Laín

Foreign Rights Manager

Sobre este libro:

En sus crónicas, mucho más que el paisaje o la historia, lo que se registra es el habla. Estos viajes, en general cercanos, son una búsqueda de formas de decir. El trabajo de Hebe Uhart como recolectora de giros y de formas es feliz e importante, porque no es una coleccionista de curiosidades la que escucha, sino una escritora. Su fascinación por el lenguaje no se limita al hablado: recorre las ciudades y los pueblos tomando nota de los nombres de los comercios, los anuncios y los grafitis, una rutina que se repite en casi todos los textos. También se preocupa por las formas de la oralidad cercanas a la literatura, como los refranes. Hebe Uhart es voraz pero ofrece toda esta información con gran amabilidad, porque no quiere abrumar a los lectores sino compartir con ellos aquello que, de tan cercano, quizá nunca les haya llamado la atención. La posición política de estas crónicas es clara: el anclaje latinoamericano, el rescate de los relatos ignorados o despreciados –la historia local, los saberes cotidianos, las formas de decir– y, principalmente, uno de sus sujetos predilectos: los pueblos originarios del continente. Selecciones de estas crónicas han sido traducidas al inglés y al portugués.

Un fragmento:

Desde 2003, la ciudad de Victoria está conectada con Rosario por un puente de unos ochenta kilómetros. Esta conexión le está cambiando la cara: las casas viejas, con sus importantes rejas, se están puliendo y rehaciendo; el ritmo cansino de ciudad pequeña se está alterando. Todos los fines de semana, llegan unos veinte micros desde Rosario y sus alrededores para ir al casino y visitar la ciudad. Esta, de treinta mil habitantes, tiene para ver una abadía de benedictinos, la costanera y el barrio que llaman Cuartel Quinto, uno de los primeros centros de población. Desde cualquier parte del centro, se ven lomadas cubiertas de verde de distintos tonos, las llaman toboganes, la Santa Rita decora las casas del pueblo y en una de ellas han puesto una enorme planta de girasol en el jardín, luce esplendorosa. Es el campo que entra en la ciudad y que pervive, también, en los perros cimarrones que andan pe­leando en grupos, en la plaza principal. Todavía es pueblo Victoria, llamada la ciudad de las siete colinas: es pueblo en las expresiones de sus habitantes. Por ejemplo, no dicen: “camine siete cuadras y doble a la derecha”. Dicen: “sube para allá” o “baja”. Subir es siempre ir al centro y bajar es ir hacia la periferia. Tampoco “izquierda” y “derecha”. Viene a ser donde marca mi mano. En la plaza, hay un cartel urbano: “Por favor, no arroje residuos al piso” y en su reverso, un grafiti: “Chiche guampudo”. Frente a la plaza, está el café Ricci, oscuro por dentro, color nido de hornero como eran las antiguas postas. En la pared, han enmarcado una dedicatoria de Sabato: “Para Mario y su extraordinario café” (Sabato fue a Victoria cuando se llevó a cabo el Congreso de la Lengua, en Rosario). Bueno, no será extraordinario pero es movido: ahí asiste todos los días el señor Sforza, historiador local, autor de Historia del templo. Se trata de la Iglesia de Nuestra Señora de Arán­zazu, porque Victoria es un pueblo de vascos y genoveses. Dice en ese libro: “El primer oratorio era un rancho de adobe con paredes revocadas; recién se construye el nuevo edificio en 1875”. Todos estos pueblos de Entre Ríos tuvieron comienzos muy humildes. Victoria era, antiguamente, Matanza, ya que en 1750 se llevó a cabo la matanza de los indígenas de la zona, y de esa manera queda Entre Ríos bajo el dominio de Santa Fe hasta el Arroyo de la China (hoy Concepción del Uruguay), desalojando a minuanos y charrúas. Y el pasado rural y religioso (hay una capilla en una de las siete colinas donde se oficia misa al aire libre) está presente en el nombre de los yuyos medicinales que fabrican los abades benedictinos: para la diabetes, pezuña de vaca; el diurético se llama cola de caballo; el laxante, cáscara sagrada; un hepatoprotector recibe el nombre de cardo mariano; y –homenaje a la modernidad– para el reuma, sauce Marcela. La abadía está construyendo un minishopping al lado; el edificio del casino que está sobre la costanera tiene la misma estructura edilicia que el casino, con las ventanas redondeadas. Cuartel Quinto Los primeros inmigrantes vascos e italianos se instala­ron en Cuartel Quinto, alrededor de 1830; eran casas con viñedos y frutales, construyeron establos para guardar los animales, porque creían que acá era como en Europa. En esa época, un particular emitía moneda de uso local. ¿Con qué aval? La solvencia y el buen nombre del emisor. Y acá existieron barracas para acumular cueros y los últimos saladeros. Las casas de Cuartel Quinto y las de toda Vic­toria tienen una particularidad: las rejas. Herreros italianos idearon y forjaron rejas muy trabajadas; los constructores, también italianos, planearon los edificios más importantes con curiosos torreones. Pero los genoveses no sólo fueron constructores y herreros, también fueron marinos. En La navegación de los ríos en la Argentina, de Clifton Kroeber, se cuenta que hacia 1840 los genoveses eran dueños de em­barcaciones en el Paraná y en el Uruguay y prácticos de río.