Ahora escriba usted: 25 ejercicios literarios

Por Mariano Quirós

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Luciano Páez

Coordinador editorial

Sobre este libro:

Ahora escriba usted ofrece un taller de escritura que incluye 25 ejercicios literarios acompañados por una resolución, a modo de ejemplo e inspiración para sus alumnos, realizada por su propio autor. El profesor de este taller, el multipremiado novelista y cuentista argentino Mariano Quirós, ofrece ejercicios sencillos para liberar la creatividad que toman como punto de partida situaciones de la vida cotidiana que todos atravesamos. Los recuerdos de la infancia y la adolescencia, la rutina diaria o una discusión acalorada son excusas y materia prima para perder el miedo a la hoja en blanco y desarrollar una narrativa vívida y atrapante.

Un método de enseñanza eficaz y divertido que Quirós utiliza frecuentemente en sus talleres literarios, en Ahora escriba usted pueden encontrarse originales propuestas para poner en marcha la escritura.

Fragmento:

Retorne usted a la niñez

Miramos el mundo sólo una vez, en la infancia

Louise Glück

La frase es de esas con las que uno corre a hacerse una remera o a encuadrar un póster. Un poco porque idealiza esa etapa de la vida y, otro tanto, porque es una frase sencillamente hermosa.

La infancia puede servir de trinchera. De entre las muchas cosas que las niñeces no tienen, o que aún no terminan de elaborar, están los juicios de valor, el ánimo censor. A una infancia que se precie, no le importa nada, lo dice todo.

¿Recuerda el femicidio de Ángeles Rawson? Una adolescente de dieciséis años asesinada en 2013 por Jorge Mangeri, el portero del edificio donde Ángeles vivía con su familia. Quien asumió la defensa de Mangeri fue un abogado de cierta fama, Miguel Ángel Pierri. El tipo de abogado que se dispone, por lo general, a enturbiar el lugar donde se mete. La estrategia de Pierri fue, por así decirlo, farandulizar “el caso”. Se paseaba por los programas de televisión con una frivolidad pasmosa. A uno de esos programas fue con su hijo, un niño de no más de ocho años que, como buen niño, lo decía todo. Ante la sentida –y un poco sobreactuada– defensa que su padre hacía de Jorge Mangeri, el niño dijo: “Pero boludo, mató a Ángeles”. Esa inocencia tremenda, esa pequeña impunidad, es la que debe recuperar.

Escribir bien, escribir correctamente, lo hace cualquiera que haya finiquitado la escuela primaria con cierta dignidad. Escriba entonces un poco como niños.

Consigna:

Escriba sobre su infancia: Es una de las buenas maneras de empezar a escribir. Escriba sobre alguien o de algo que supo ser, como diría Hebe Uhart, “estoy atenta a un recuerdo y lo guío”.

Resolución de Mariano Quirós:

De las maneras improbables de hacerse escritor

Yo tenía ocho años la primera vez que vi a un escritor. Estaba en Buenos Aires, en el café La Ópera, con quien era por entonces el marido de mi mamá. Fue él quien señaló hacia las mesas pegadas a uno de los grandes ventanales del café: “Mirá –me dijo–, Dalmiro Sáenz”.

Dalmiro Sáenz era –por lo menos ese es el recuerdo que reconstruyo a lo largo de los años– un hombre inmenso, de una cabeza prominente y un rostro que se estiraba hacia abajo, como si se derritiera. Tenía cara de pícaro, por no decir de chanta. Por supuesto, yo no tenía idea de quién podía ser Dalmiro Sáenz, pero después de que el marido de mi mamá lo señaló ya no pude dejar de mirarlo. Vi cómo se sentó, el cuidado con que arrastró la silla y se hizo lugar; el gesto insignificante con que se prodigó la atención del mozo. ¡Su saco! Yo, de chico, quería usar saco. Tanto lo miré que, inevitablemente, Dalmiro Sáenz me pescó y –quizás para quitarse de encima mi impertinencia– me dedicó un guiño. Una mueca fugaz que me obligó a desviar la mirada. Por un rato, porque después volví a con-centrarme en él y así me quedé, embobado por el resto de aquella tarde. ¿O era de mañana?

En aquella época me abrumaba con fútbol y dibujitos japoneses, otras buenas formas literarias. Leía libros, claro que sí –recuerdo, sobre todo, El monte era una fiesta, de Gustavo Roldán: entre otros cuentos había el de una lechuza muy viajada que se las sabía todas y que les explicaba al resto de los animales del monte cómo era un elefante. El animal que describía, pequeño, mañoso y peligrosísimo, no tenía nada que ver con un elefante. No me entraba en la cabeza que los animales se dejaran embaucar así, que no se dieran cuenta de que la lechuza no era más que una farsante. Después entendí (¡oh, grandioso Gustavo Roldán!) que la lechuza hacía literatura– pero ver a Dalmiro Sáenz, decía, fue un cimbronazo extraño.

La mente es un misterio, tanto que trasciende al lugar común de que “la mente es un misterio”. Fue después de ver a Dalmiro Sáenz que decidí ser escritor, que decidí que me dedicaría a eso, y empecé a decirlo a voz en cuello, con una convicción que, supon-go, habrá sonado tan conmovedora como estúpida. Todavía no estoy muy seguro de lo que es, ni de cómo es, un escritor. Apenas sé que sigo queriendo ser eso.

Dalmiro Sáenz era por entonces un escritor famoso. O todo lo famoso que puede llegar a ser un buen escritor en estos lares. Además era irreverente en la medida justa, cosa de atraer y repeler en dosis precisas. Claro que todo eso lo aprendí y me lo planteé ya de grande. Tenía, Dalmiro, un best seller –Carta abierta a mi futura ex mujer–, que todos los jóvenes bienpensantes de la época leían y se compartían.

Mi papá lo tenía. Intenté leerlo pocos meses después de haber visto al mismísimo Dalmiro Sáenz en La Ópera y, como es de suponer, no entendí nada. Sin embargo, y por presuntuoso que suene, sentí que allí había algo, algo que yo anhelaba. Lo que yo quería ser. Seguí mirando fútbol, seguí con los dibujitos japoneses y seguí leyendo.

Cuando estuve en edad de merecer, y en honor al quiebre que me provocó su estampa, fui en su búsqueda. Ya otras cosas –otras lecturas, otros dibujitos japoneses– me habían cambiado la vida y me dio pena que no me ocurriera lo mismo con las dos novelas de Dalmiro Sáenz que leí. Me gustaron, las disfruté, pero apenas eso. Uno crece y se pone más y más pavote.

Hay, sin embargo, un decálogo delicioso que Dalmiro Sáenz supo diseñar para quien pretenda “ser escritor”. Es tan delicioso como improbable y discutible, y en esa endeblez reside su mayor encanto.

Dice Dalmiro: “¿Y si pruebo así? Esa debería ser la única consigna. Y entre los posibles ‘así’ están todos los ‘así’ que conciente o inconscientemente manejamos en nuestros infinitos y cotidianos actos de seducción. Al vender, al comprar, al proponer, al enamorar, al denostar, al elegir, al mostrar, al callar, al hablar, al ser, simplemente al ser. ¿Qué es lo que más moviliza a las personas? No tener lo que desean tener, incluyendo en la palabra ‘tener’ todo lo deseable, sea cosa, situación, locación, estado, etc. (...) Al lector, lo que más lo moviliza y atrae es el deseo de saber lo que no sabe. Lo introducimos en una historia. Lo atrapamos con la narración de algo que nosotros conocemos y él no (...) El lector necesita no saber. Y cada vez que sabe algo, con ese saber se le debe plantear una nueva duda, una nueva ignorancia”.

Parece cierto, pero hay veces –la mayoría– en las que el escritor no tiene conocimiento de la propia historia que se propone narrar. Además, qué se piensa Dalmiro Sáenz, ¿que los lectores simplemente leen para resolver un enigma? ¿Para saber? Pero saber qué. A quién le interesa resolver algo.

También dice Dalmiro Sáenz que “un escritor es un traidor a su mundo y a su tiempo, es un delator que señala, que denuncia, que delata a sus amigos, a su familia, a su país, a sí mismo, sus costumbres, sus miedos, sus hábitos”.

En los momentos de zozobra –que en este oficio no son pocos– vuelvo sobre aquella imagen, la de Dalmiro Sáenz en La Ópera, y copio, aunque no tenga un espejo adelante, los gestos que le vi hacer –los que recuerdo, los que reconstruyo– aquella lejana tarde de mi infancia. No me sirve para nada, claro que no, como la literatura. Pero eso es todo lo que necesito.