La paciencia del agua sobre cada piedra

Por Alejandra Kamiya

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Leonora Djament

Directora editorial

Sobre este libro:

Alejandra Kamiya, artífice de una de las estéticas más potentes de la literatura argentina contemporánea, construye una colección de relatos que indagan sobre el vínculo entre lo animal y lo humano, entre lo cotidiano y lo onírico, entre lo dicho y lo sugerido. Y es precisamente en esos intersticios donde su estilo explota, pero no pomposamente, sino con la modestia certera de la gota de agua que va horadando toda superficie, sobre todo las de papel.

Alejandra Kamiya es el secreto mejor guardado de la literatura argentina, listo para salir al mundo.

Fragmento:

Hay un ritmo en todo lo que ocurre. Una S larga de la brisa entre las ramas acompaña a las voces de los niños y al silbido intermitente de una hamaca, y ahora pasa una bicicleta sobre el camino rojo de grava, y no es solo un ritmo, es una especie de acuerdo entre cada parte con el todo de la plaza. Y en ese manso acuerdo, Oso, el perro viejo, duerme. Le tiemblan apenas las mejillas y luego se le hunden. Se hunden y tiemblan, se hunden de nuevo y de nuevo tiemblan, y el viento en las ramas y los niños y la hamaca. Los otros perros se mueven: andan, corren, saltan. A las cinco de la tarde la chica los llama, les pone las correas, despierta a Oso con la mano. “Arriba, viejo”, dice, y el perro estira las patas, se levanta. Van cuatro atados, Sasha y Papu siempre adelante, Oso atrás, y Rawson a su lado. Pina va suelta y es como una luna, girando alrededor y casi en el aire. Sasha es blanco, de pelo largo y se ve casi idéntico a otros perros de la plaza. Papu, en cambio, no se parece a ninguno: tiene orejas puntiagudas que se alzan a pesar de ser largas, el pelo corto y de un negro debajo del cual hay una sombra atigrada, como si el mono ajustado lo hubieran pintado dos veces, una capa sobre otra capa, y es de una ligera desproporción de lo que está hecha su elegancia. Rawson pasó la tarde mirando los movimientos de la plaza. Vio cómo Sasha se metía debajo de Papu, y Papu doblaba las patas y aplastaba a Sasha, que deslizaba hacia atrás y abría la boca como si fuera a morder. Pero la dejó abierta y el gesto terminó pareciéndose a una sonrisa humana. Mirándolos, Rawson sintió que podía anticipar cada acción de ellos aunque más no fuera de una manera mínima. Hacen un alto en el camino de regreso, junto a un árbol, y mientras los demás olfatean la tierra y las raíces, Rawson le dice a Oso lo que estuvo pensando. —Usted dijo el otro día —dice Rawson— que haremos una y otra vez lo mismo. Oso asiente con esa lentitud de los perros pesados, y responde: —Seguimos haciendo lo que siempre hemos hecho. Marcan el árbol, la chica los espera mirando el teléfono. Papu se acerca como si fuera a ver qué pasa y también marca el árbol. Pina va y viene. Al llegar a la casa de Oso, la chica toca el timbre, la otra chica viene por el camino de piedras, abre la reja y el perro entra. Antes de llegar a la puerta de madera se da vuelta y le dice a Rawson: —Repetición, eso es todo. Rawson no sabe si lo que le da tristeza es la idea de una repetición eterna o el modo en el que Oso se refiere a ella. Al día siguiente, camino a la casa de Oso, Rawson mira a Sasha y a Papu pelear y sabe que cuando lleguen a la plaza van a jugar, porque pelear y jugar son las dos formas que tienen de estar enredados. Sigue mirándolos y se pregunta si son lo opuesto uno del otro o, en el fondo, iguales. Después apura el paso para llegar a la casa de Oso. Ahora van los cuatro adelante. Los tres tirando, Pina, desatada. Las chicas se saludan, Oso sale, Rawson mueve la cola. El tramo hasta la plaza lo hacen siempre más despacio. Todos olfatean el árbol marcado, vuelven a marcarlo. —Sí —dice Rawson—, no hacemos más que repetir nos. Lo que hacemos repite lo que hicieron otros perros, tal vez, todos. Oso asiente y cuando llegan a la plaza dice en una voz muy baja y grave: —Como si estuviéramos hechos de memorias, o tal vez de una memoria única que las abarca a todas. Después se deja caer en su lugar favorito, bajo una acacia. Rawson se echa junto a su amigo y mira a su alrededor, olfatea el aire. Siente a los otros perros, a los humanos, los insectos cerca de sus patas y los pájaros. Oso se entrega a su siesta de siempre y Rawson lo acompaña, aunque no duerme. Llegan las cinco, como cada tarde, y la chica despierta a Oso con la mano, ata a todos y dejan la plaza. Pina da saltitos alrededor de la chica, se para en dos patas. Rawson camina rastreando pero ligeramente distraído, sin que el hocico toque el piso. Piensa en todas las veces que ha hecho ese camino y que mañana va a hacerlo de nuevo, y que lo importante, los olores, no se repite. Que a veces él busca un rastro, un celo, y cuando lo busca es cuando no lo encuentra. Oso ya ha entrado a su casa. Al día siguiente, mientras las chicas conversan y se ríen en la puerta de rejas, Rawson le dice a Oso que tal vez el modo de salir de la repetición sea justamente intentar buscarla. Oso se entusiasma, alza las orejas y dice: —Sería un buen modo, es verdad. Rawson mueve la cola y repite: —Si intentamos repetir algo de un modo exacto, va a salir otra cosa: siempre pasa. La chica enrolla las correas en su muñeca y dice “Vamos”. Hay hojas amarillas en la vereda camino a la plaza. Oso se echa bajo la acacia. Rawson, a su lado. Papu y Sasha juegan a pelearse. Rawson mira las cejas encanecidas de Oso, la parte de arriba del hocico, también blanca. Antes de dormir, pero ya con los ojos cerrados, Oso dice: —Pero si intentamos repetirnos siempre, quiero decir si decidimos hacerlo, es porque podríamos no hacerlo. Rawson mira a Oso, va a decirle algo, pero Oso ya se ha dormido y ronca suavemente. Vino la mujer de la bolsa. Arroja migas de pan y las palomas se juntan alrededor de ella. Papu siempre corre y les ladra y la mujer se molesta, y Sasha imita a Papu y las palomas levantan vuelo, pero vuelven a bajar. A veces Rawson se suma, pero hoy no. La mujer de la bolsa está furiosa con los perros, la chica toma a Papu del collar y lo reta. Sasha baja la cabeza y mira de costado. Oso despierta y, después de bostezar, dice: —La idea de la repetición es horrible, pero es la otra la que me da temor: la de algo que no tiene fin. Rawson imagina un camino que no llega a la plaza, un patio sin puerta. Después mira a Oso: se ve cansado y tiene el rabo metido entre las patas. Entonces Rawson dice: —No tenga miedo, amigo, debe haber una solución a esa especie de encierro. Oso ya está dormido. Rawson apoya la cabeza entre sus patas delanteras y suspira. Papu muestra los dientes y mira de reojo a Sasha, que finge morderlo. Repiten la escena invirtiendo los papeles. La chica los separa, como siempre. Agarra una rama y la tira. Los dos perros corren a buscarla. Rawson sabe lo que va a ocurrir y de repente piensa que eso es bueno. Levanta la cabeza, reconoce los olores, sabe que los árboles van a perder sus hojas y ya no va a haber cotorras sino otros pájaros. Cuando regresan marcan el árbol de siempre y dan vueltas a su alrededor. Pina salta. La chica de la casa de Oso abre la puerta y conversa con la de los perros. Oso saluda a Rawson y entra solo a la casa. Cuando la chica cierra la puerta de hierro, Rawson sigue mirando entre las rejas la otra puerta cerrada. La chica tira de la correa y lo llama. Al otro día Oso está un poco más animado. Es él quien inicia la conversación camino a la plaza. —He estado pensando —dice— en lo del encierro. Tal vez este cansancio sea una forma de alivio. Quiero decir, si no me muevo, no siento el encierro. Y usted ha visto: cada vez me muevo menos. Rawson se detiene y lo mira, Oso continúa: —Esta pátina blanca que no me deja ver, tal vez sea buena. Rawson sigue quieto mirando a su amigo. La chica tironea de las correas y dice “Vamos”. —Este peso que siento todo el tiempo es para que me vaya quedando cada vez más quieto. Rawson piensa que eso no puede ser la solución al en cierro, que lo que Oso está diciendo parece aún más una forma de encierro. Mira hacia un lado y hacia otro, como intuyendo un peligro. Levanta las orejas. La chica mira a Oso y deja de tirar, los espera, mira el teléfono. Cuando llegan a la plaza, Rawson dice: —No se preocupe, debe haber una solución, debe haberla. Duermen echados uno contra el otro. Ya empieza a hacer frío y juntos lo sienten menos. A veces los ronquidos de Oso despiertan al otro, pero los pájaros y los niños vuelven a empujarlo al sueño calmo de los perros. A las cinco, la chica llama a Pina y despierta a Oso con la mano. En el camino ni Rawson ni Oso hablan. Marcan el árbol. En la puerta, las chicas charlan, ellos se miran, se huelen. Oso entra solo, no se da vuelta en el camino de piedras, no dice nada. Rawson lo mira entrar a la casa y mira la puerta cerrarse. Al día siguiente, la chica no abre la reja y le dice a la de los perros que la señora lloró mucho. No se ríen, no se muestran los teléfonos. Oso no sale. Rawson salta contra la reja y tironea cuando la chica dice “Vamos”. Oso no sale. En la plaza, Rawson se echa bajo la acacia. Mira los árboles, los insectos, los pájaros, los otros perros y los humanos. Tiene frío y se acurruca, se enrolla sobre sí mismo. El frío no pasa. El ruido de la plaza no lo empuja al sueño, lo deja de este lado, solo. Después de un rato se da cuenta: Oso ha encontrado la solución, la solución a eso que lo encerraba.